Javier Galindo Ulloa

La portada del más reciente libro de Jaime Labastida —diseñada por Ivonne Murillo— tiene la originalidad de reproducir un fragmento de sus versos, grabado en una pasta de cartón reciclado, y debajo de estas palabras resalta la imagen de un sol llameante que simboliza el propósito del tema. Dicho texto expresa una gradación de las cuatro estaciones con el fin de comprender que el hombre se hace más humano y libre en primavera; es decir, renace después de un tiempo frío y aciago que lo antecede. Es una personificación de los elementos temporales donde el hombre se define según el sitio y el tiempo de renovación moral: “hemos de saber —dice el poeta— que siempre nos hallamos en el centro del año”. De ahí el título de este “poema insólito”, dividido en cinco partes y con una extensión bien delimitada. Labastida define en tres poemas largos, de doscientos setenta versos cada uno, el carácter de las estaciones, su cultura literaria y su experiencia como ciudadano que mira y cuestiona la situación del presente. Con dos textos más, breves —intercalados en forma de contrapunto—, el poeta explica el ideal de su poesía. En este sentido, recupera una tradición antigua de los poetas griegos que admiraban la naturaleza y concebían la conducta del hombre acorde al cambio de cada estación. Labastida define así la situación del presente y manifiesta su punto de vista como un hombre afectado por la tragedia, la violencia y la injusticia social. El primer poema que abre el libro En el centro del año (Siglo XXI, México, 2012), “En el solsticio de invierno”, describe los elementos naturales de esta estación que continúa con el curso de la opacidad otoñal y los estados de ánimo. Con una actitud adánica, el poeta manifiesta el asombro de la naturaleza y el nacimiento del hombre; plantea los valores del bien y el mal en un ambiente trágico de la sociedad mexicana, como el referente inmediato de su experiencia. Desde este punto, Labastida reflexiona sobre el curso de la historia de la humanidad, escrita ya por un poder divino, puesto que sólo el hombre viene al mundo a sacrificar su esfuerzo físico e intelectual y a enfrentarse con el paraíso perdido. De esta forma destaca la importancia del bien sobre el progreso materialista: “Está empedrado el claro camino del infierno”. Más adelante continua con la imagen pesimista de la ciencia, la industria y la explotación laboral: “Y la piel se contrae y la superstición hace presa/ de las almas y la conciencia se derrumba, derrotada,/ al admirar cuánto crecen el paraíso artificial y el reino/ de la muerte. Por eso, algo muy triste, moribundo,/ ya lo he dicho, se conserva, aterido, en el invierno…”. Es un poeta crítico que razona y exige explicación sobre este fenómeno social y el odio que existe entre hermanos de una misma patria, como lo expresara Borges: “Es la historia de Caín/ Que sigue matando a Abel”. Como un personaje trágico, el poeta se pegunta sobre la voluntad de los dioses que el hombre debe aceptar ante su destino, puesto que su libertad está condicionada por el orden divino. Sin embargo, la estrategia del poeta es mostrar la contrariedad de la vida. Pese a todo, a las fuerzas invisibles, los “heraldos negros” según César Vallejo, los golpes que ha recibido a lo largo de su existencia, el poeta indaga en su propio ser, tiene una fe infinita de vivir: “Pese a todo, ¿amas la vida, tan espantosa y dura?/ Sí, porque he hurgado en mi propio corazón/ y lo he encontrado amargo”. Es como el rito dionisiaco, cuando se presenta la tragedia del héroe, se prefigura un nuevo orden cósmico. El poema breve, “En el equinoccio de marzo”, enumera las etapas del crecimiento del grano de trigo como el sustento de vida y la creación de la palabra desde su periodo equinoccial; se convierte en símbolo a través de la poesía para escuchar su silencio: “Ese grano de trigo/ se guardará en silencio en el invierno. Ese grano de trigo/ será alimento de las aves, quedará sembrado en el poema”. El siguiente poema, “En el equinoccio de otoño”, compara el arte de la palabra con el mito de Heracles, el héroe de fuerza bruta que finalmente se convierte en golondrina. Reconoce, así, la fuerza expresiva de la poesía, que viaja eternamente con el tiempo. “En el solsticio de junio” muestra el pensamiento de Labastida entre filosofía y verso, porque uno se pregunta si trata asuntos filosóficos a través de la poesía o escribe poemas desde su experiencia filosófica. Pero en cualquiera de las dos formas, la revelación poética se manifiesta desde la expresión íntima del poeta ante la tragedia. Conoce el mundo a través del diálogo consigo mismo, como se aprecia en estos versos: “Debemos conocer nuestros límites, saber,/ a ciencia cierta, que morimos. Habita,/ adentro de nosotros, un hombre que apenas/ conocemos; un hombre que siempre nos vigila,/ aunque durmamos…”. Como Hamlet, se pregunta si todo se pudre con la injusticia y el desorden, y ante los grandes temas de la muerte, el tiempo, el universo y la ciencia, piensa el poeta que “…sólo es preciso saber que el fundamento/ de toda la justicia está en el fondo de nuestro amargo/ corazón”. El libro cierra con “En el centro del año”, que sintetiza su pensamiento y poesía; expresa Labastida: “…la palabra amorosa/ me levanta, me arranca otra vez de las tinieblas y me otorga,/ ¿cuántas veces habré de repetirlo?, ¿cuántas veces habré/ de alzar mi voz contra la muerte misma?, el inútil,/ el imposible, pero hermoso y terrible, anhelo de vivir”. En pocas palabras, el sol amanece en uno mismo ante las fuerzas invisibles de la tragedia.