Crónicas Nyquinas

María Eugenia Merino

Nueva York, 25 de agosto de 2012. Aquí, en esta esquinita de la calle 45, frente a la marquesina del teatro Schoenfeld que anuncia The Best Man, trato de imaginarme a su autor. No me es difícil. He visto tantas fotografías suyas —desde que era muy joven y apuesto, hasta las más recientes, ya no joven, claro, pero siempre con la galanura que nunca perdió— y entrevistas de televisión, que ahora se pueden ver por You Tube.

Siempre pensé que todavía tendría oportunidad de asistir a alguna conferencia suya, por qué no, en esta ciudad todo puede suceder, como cuando a pesar de la fatwã se presentó Salman Rushdie en Barnes & Noble en 2001.

Pero no, ya no será. Gore Vidal falleció el pasado 31 de julio, el escritor que admiré por su agudeza y su valentía de romper con todo convencionalismo. Y aquí, en el Schoenfeld, donde desde abril se venía representando una de sus mejores obras, quizá la más icónica de su carrera, anteayer se le hizo un homenaje donde estuvieron muchos de sus amigos; además, las siguientes funciones —la obra terminará el próximo 9 de septiembre para dar lugar a la puesta en escena de Glengarry Glenn Rose, de David Mammet, también estuvo presente en el homenaje, y que llevará como actor principal a Al Pacino—, antes de levantar la cortina, se dedicarán a su memoria, y al finalizar, pasarán sus fotografías en monitores que se han colocado en el teatro.

El pasado viernes 3 de agosto, Broadway también le rindió tributo: a las 8 p. m. se apagaron las luces de las marquesinas durante un minuto en señal de duelo.

Qué decir que no se haya dicho ya de Gore Vidal, el escritor, el dramaturgo, el político, el crítico más acérrimo del sistema, el hombre de las controversias…

Como escritor, destaca el ensayista, alguna vez llamado “el Montaigne norteamericano”, al que ningún tema le era ajeno: religión, sexualidad, literatura, cine… aunque haya sido su visión política la que sobresale en sus escritos; pero también el novelista, el de las novelas históricas, las novelas cuasi autobiográficas, las memorias, las novelas de temática homosexual, y las policiacas —tres, escritas con seudónimo—. Y no se queda atrás el dramaturgo, que con The Best Man alcanza la cima.

Coqueteó con el cine, no sólo como guionista sino también como actor, siempre dispuesto a los cameos —¡hasta en Los Simpsons!—, y con la televisión, como invitado en talk shows y programas de entrevistas, presente en las columnas de chismes, que acrecentaron su fama de hombre polémico: “Nunca pierdo la oportunidad de tener sexo o de aparecer en televisión”, dijo.

La polémica llegó a su vida cuando era demasiado joven. En 1948, a sus 22 años publicó La ciudad y el pilar de sal, novela de tintes autobiográficos y abiertamente homosexual que, paradójicamente, le dio la fama que lo acompañaría toda su vida, pero que también le valió que The New York Times se negara a comentar no sólo ese libro, sino los siguientes que publicó, lo que lo obligó a escribir algunos thrillers bajo seudónimo y a temporalmente “retirarse” a la profesión que lo hermanaría con Faulkner y Fitzgerald, como guionista en Hollywood, periodo en el cual logró libretos extraordinarios, como la adaptación de la obra De repente, en el verano, de su entrañable amigo Tennessee Williams, así como también grandes fracasos, como Ben Hur —donde le negaron el crédito de guionista— y Calígula, película a la que se le añadieron escenas pornográficas que tanta mala fama le atrajeron por su obscenidad, y aunque demandó para que retiraran su crédito, no lo logró.

Durante los años sesenta volvió a las novelas y obtuvo una serie de éxitos que lo colocaron como uno de los mejores escritores norteamericanos y se le reconoció como “el más grande de nuestros hombres de letras” (The Boston Globe); al opinar sobre su novela Live from Golgotha (1992), Italo Calvino la calificó como la “hipernovela o la novela elevada al cuadrado o al cubo”.

Caballero de honor y ética al estilo antiguo, tuvo grandes amistades y grandes rivalidades. Fue gran amigo de Orson Welles y Federico Fellini. Con Carson McCullers llevó una amistad un tanto superficial, aunque coincidían en reuniones de amigos comunes y la visitaba cuando estuvo enferma; en Two Sisters la menciona por su talento, y aunque de ella dijo que “de todas las escritoras sureñas, Carson McCuller es la única que perdurará”, también comentó que “una hora con el dentista, sin anestesia, era como un minuto con Carson”.

Destaca su relación con Truman Capote a quien conociera a través de Tennessee Williams y con quien coincidiera en fiestas y viajes por Europa, pero con quien mantuvo al mismo tiempo una enemistad que lo llevó a los tribunales.

Capote siempre tuvo el temor de que Gore Vidal fuera mejor escritor que él. Durante el primer año luego de conocerse, pareció que la amistad iría bien, cuando menos en una relativa armonía —según el biógrafo de Truman—; solían ir a comer juntos en el Plaza, o en un club frecuentado por celebridades. Sin embargo, su rivalidad literaria era famosa; Capote nunca quiso reconocer el talento de Gore.

Una de sus famosas peleas, alrededor de 1948, sucedió en el apartamento de Tennessee Williams, cuando Vidal empezó a criticar el trabajo de Truman y lo culpó de robar sus argumentos a Carson McCullers —acusación que también fue la causa de la ruptura de la amistad entre Carson y Capote, a quien ella acusó públicamente del plagio— y a Eudora Welty. Truman replicó ácidamente que Gore tomaba sus argumentos del periódico.

Ése fue el comienzo de la enemistad.

Durante una entrevista en 1975, Truman Capote dijo que la única vez que habían invitado a Gore a la Casa Blanca lo habían corrido por borracho. Fue la gota que derramó el vaso, y Vidal llevó el asunto a la Corte, con una demanda por “libelo” y por haberle causado “una gran ansiedad y sufrimiento”, solicitando como reparación una disculpa y un millón de dólares por daños morales. Ocho años duró el asunto en la Corte, y en 1983, Truman Capote tuvo que escribir una carta de disculpa, tragarse su disgusto y hacer un berrinche fenomenal.

Vidal, el hombre que hablaba mal del matrimonio, que no creía en la fidelidad y se jactaba de ser adicto a la promiscuidad, que alardeó de haberse acostado con mil hombres antes de cumplir los 25, vivió durante 53 años con su compañero de vida Howard Austen, lo atendió durante su enfermedad y lo acompañó hasta su muerte en 2003; según sus deseos, las cenizas de Gore Vidal reposarán junto a las de Austen: “Compartimos un pedazo de tierra, y ahí estaré. Y esperaré con ansia para verlo”.

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