Por Susana Hernández Espíndola

Tras de su increíble hazaña de convertirse en el primer ser humano que rompió la barrera del sonido, con su salto en paracaídas del 14 de octubre, desde la estratósfera hasta un punto de Roswell, Nuevo México, en Estados Unidos, el ex piloto austriaco Félix Baumgartner ha decidido emprender una nueva proeza: su matrimonio con la modelo y entrenadora de gimnasia Nicole Oetl, 17 años más joven que él y ex reina de belleza de su natal Austria.

La pareja planea casarse en Año Nuevo y después pasar una vida idílica en Arbon, Suiza, donde Baumgartner dejará el deporte extremo para dedicarse a pilotear un helicóptero de rescate y combatir incendios forestales.

El salto de Baumgartner, con un traje y un casco de astronauta como indumentaria, desde una cápsula elevada por un globo de helio hasta el borde del espacio, fue desde una altura de 39 kilómetros y 68 metros, es decir, tres veces mayor a la que alcanza un vuelo comercial, y durante su caída logró alcanzar una velocidad máxima de mil 342 kilómetros por hora, rompiendo así la barrera del sonido, que se alcanza en la atmósfera, en condiciones normales, a los mil 234,8 kilómetros por hora.

Con su salto, el “Temerario Félix” o el “Saltador Estratosférico”, como ya le llaman, mantuvo con el corazón en vilo a millones de personas que observaron su misión por televisión e internet.

Mucho antes de vuelo estratosférico que lo convirtió en una figura reconocida a nivel internacional, este superhombre, que se desempeñó como instructor de paracaidismo del Ejército austríaco, ya había roto un récord de salto, cuando, en 1999, se arrojó desde las Torres Petronas en Kuala Lumpur, Malasia, que hasta 2004 se mantuvieron como los edificios más altos del mundo. Esta hazaña la repitió el 12 de diciembre del 2007, cuando el austriaco saltó desde el edificio construido más alto del mundo en esa fecha, el Taipéi 101, enTaipéi, Taiwán. En enero de 2006, Baumgartner se lanzó en caída libre desde la Torre Mayor, ubicada en el Paseo de Reforma de la Ciudad de México, aunque sin permiso de las autoridades, y también logró escabullirse de la policía que lo esperaba en tierra para detenerlo.

Baumgartner también fue la primera persona que cruzó el Canal de la Mancha, en caída libre, el 31 de julio de 2003, usando un ala de fibra especialmente diseñada y estableció el récord mundial de salto BASE (modalidad del paracaidismo, consistente en saltar desde un objeto fijo y no desde una aeronave en vuelo) más bajo en toda la historia, desde la mano del Cristo Redentor, en Río de Janeiro, Brasil.

Con su salto del 14 de octubre, Baumgartner, que ha acuñado la frase: “A veces tienes que llegar a lo más alto para entender lo pequeño que eres”, se acreditó los siguientes títulos:

Es el primer ser humano que rompe la barrera del sonido, sin apoyo mecánico y en caída libre. Según los cálculos, lo logró durante los 40 primeros segundos de caída, al llegar a los mil 173 kilómetros por hora.

Hizo la caída libre desde el punto más alto, 39 kilómetros 68 metros, cuando el récord anterior, de 31 kilómetros 333 metros lo estableció, el 16 de agosto de 1960, el estadounidense Joe Kittinger.

Llevó a cabo el vuelo tripulado en globo al punto más alejado de la Tierra, a 40 kilómetros de altura, superando el récord anterior de 34 kilómetros 668 metros.

El gran salto de la humanidad

La aventura de este austriaco resulta, sin duda, un buen pretexto para recordar algunas de las proezas humanas que han convertido a nuestra época, en la era de los superhombres.

Después del descubrimiento de América por Cristóbal Colón, en 1492, tal vez la mayor hazaña en la historia de la humanidad, representada, el 20 de julio de 1969 por un primer hombre, fue el descenso en la superficie de nuestro satélite natural, la Luna.

El sueño de pisar la Luna representó siempre un gran desafío para el hombre, que refugió sus limitados anhelos en la literatura y el cine. Y no sería sino hasta la década de los años 60 del siglo XX cuando la ficción de alcanzar suelo lunar se convertiría en realidad. Todo comenzó el 25 de mayo de 1961, cuando el entonces presidente de los Estados Unidos, John F. Kennedy, anunció su intención de enviar astronautas a ese cuerpo celeste.

El 16 de julio de 1969, con las condiciones climáticas favorables, los astronautas Neil Armstrong, Michael Collins y Edwin Aldrin, despegaron de Cabo Cañaveral, Florida, a bordo de la nave Apolo 11. Un día después del lanzamiento, la misión cruzó el punto medio del viaje a una velocidad promedio de casi de 5 mil 800 kilómetros por hora.

Luego de cuatro días de jornada, el 20 de julio, ya en la órbita lunar, Aldrin y Armstrong se trasladaron al módulo “Águila”, mientras que Collins permaneció en la nave madre, llamada “Columbia”, esperando la separación de la cápsula y apoyando las maniobras del alunizaje.

Tras unas horas de trabajos, el “Águila” descendió en la Luna. El primero en pisar el satélite fue Neil Armstrong, ante la mirada atónita de millones de personas que seguían por televisión, desde la Tierra, el histórico acontecimiento.

Enfundado en su traje espacial, Armstrong descendió por una escalerilla del “Aguila” y posó el pie izquierdo sobre la Luna, al tiempo que exclamó: “Este es un pequeño paso para el hombre, pero un gran salto para la humanidad”. Posteriormente, Aldrin se unió al comandante de la misión para colocar la bandera de Estados Unidos y una placa metálica con la leyenda: “Aquí, los hombres del planeta Tierra han puesto el pie sobre la Luna por primera vez. Julio de 1969 D.C. Hemos venido en paz en nombre de toda la humanidad”.

Durante dos horas y media los astronautas tomaron fotografías, instalaron un reflector de rayos láser para medir la distancia exacta entre la Tierra y la Luna, un sismógrafo para registrar los terremotos lunares, una pantalla para medir la intensidad del viento solar y recolectaron fragmentos de rocas. Transcurrida su misión, regresaron al módulo lunar para emprender su regreso a la Tierra.

El 24 de julio, en las aguas del océano Pacífico, cerca de Hawai, cayó el módulo de mando, con los tres astronautas sanos y a salvo. Sin embargo, los héroes tuvieron que someterse a una cuarentena, ya que se contempló la remota posibilidad de que fueran portadores de algún virus desconocido.

http://www.youtube.com/watch?v=q1GA71TeZikideo

A un paso del cielo

El 29 de mayo de 1953, a sólo cuatro días de que Isabel II fue coronada como soberana del Reino Unido, corría en esa nación y el mundo la sensacional noticia de la llegada del hombre a la cima del monte Everest, la montaña más alta del mundo.

El pico, que desde 1865 lleva el nombre del geógrafo y topógrafo galés George Everest, tiene una altura de 8 mil 848 metros sobre el nivel del mar. Se localiza en el Himalaya, en Asia, y delimita la frontera entre Nepal y China. En Nepal, la montaña es conocida como Sagarmatha (“La frente del cielo”) y su nombre original en tibetano es Chomolungma o Qomolangma Feng (“Madre del universo”).

Desde luego que alcanzar la punta del Everest no fue nada fácil. Las dificultades con la altitud de las enormes y resbaladizas paredes de roca, las inesperadas ventiscas, el penetrante frío, los deslaves de la nieve y la problemática oxigenación pulmonar, cobraron las vidas de varios alpinistas que, en expediciones anteriores, intentaron escalar la montaña y dejar huella de su logro.

Tal fue el caso del escalador inglés George Mallory, cuyo cuerpo fue rescatado en 1999, luego de permanecer 75 años enterrado en las gélidas capas de hielo. Desapareció junto con su compañero Andrew Irving y aún se desconoce si fueron los primeros en llegar a la cumbre, en 1924.

En 1953, la Royal Geographical Society británica y el Club Alpino encomendaron al coronel Johíi Hunt, de 42 años, llevar a cabo una expedición para conquistar el Everest. El grupo fue conformado por otros diez hombres:  Charles Evans (33 años), cirujano neurólogo; Charles Wylie (32), militar; Alfred Gregory (39), agente viajero; Wilfrid Noycc (34), profesor escolar; Tom Bourdillon (28), físico; Michael Westmacott (27), especialista en estadísticas; George Band (23), presidente del Club de Alpinismo de la Universidad de Cambridge; George Lowe (28), alpinista neozelandés; Edmund Hillary (33), apicultor, también neozelandés, y Tenzing Norkay (39), integrante de la tribu sherpa del Himalaya.

El 10 de marzo de 1953, los expedicionarios emprendieron la aventura por el lado este de la montaña, estableciendo el primer campamento base en el monasterio budista de Thyangboche. Durante tres semanas realizaron un duro entrenamiento y la aclimatación a alturas de 6 mil metros. Se organizaron en grupos para abrir camino cuesta arriba e instalar los campamentos.

A finales de abril lograron trasladar su campamento base al glaciar de Khumbu, a una altitud de 5mil 450 metros. El siguiente campamento, con dos tiendas de un metro cada una, lo instalaron a 5 mil 900 metros. Uno más a 6 mil 150 metros de altura. Para estos momentos, tenían que hacer uso de las máscaras y tanques de oxígeno. En el lado Occidental establecieron el campamento de avanzada.

El 15 de mayo, Lowe, Band y Westmacott terminaron de abrir la ruta para escalar la pared del Lhotse, mientras Noyce y Wylie establecieron el campamento cerca de los 8 mil metros. Evans y Bourdillon fueron la primer pareja en intentar alcanzar la cima, el 26 de mayo, pero como las condiciones climáticas no les favorecieron, quedaron a sólo 100 metros de lograrlo.

Así que el segundo y último intento correspondió a la dupla formada por Hillary y Tenzing que pisaron la punta del Everest a las 11:30 de la mañana, hora local, del 29 de mayo de 1953, por la Vía del Collado Sur. Antes de su descenso, tomaron fotografías, enterraron en la nieve varios dulces y una cruz, como señal de su éxito.

 

En las profundidades del mar

Intrigado por saber qué exóticos y desconocidos seres vivían en la absoluta negrura del mar, William Beebe, director del departamento de investigaciones tropicales de la Zoological Society de Nueva York, viajó, a mediados de los años 20, a las islas Galápagos, para realizar inmersiones en las aguas del océano Pacífico, en espera de un proyecto más ambicioso: llegar a la mayor profundidad imaginada.

Beebe enfrentaba el gran problema, no resuelto, de la presión del agua durante las zambullidas. El peso del líquido, mayor a más descenso, era suficiente para hacer que un buzo no protegido perdiera el conocimiento a los 60 metros. Y en el hipotético caso de que lograra descender más, sería colapsado por la presión.

Si bien su pasión por las profundidades del mar lo llevó a abandonar la zoología y a realizar centenares de inmersiones oceánicas, sólo provisto de un traje de buceo, el sueño de Beebe de explorar los grandes abismos parecía cada vez más lejano, hasta que, en 1928, conoció al joven ingeniero Otis Barton. Proveniente de una familia rica, Barton le presentó al inquieto buzo los planos de una batisfera —o esfera sumergible tripulada, precursora de los submarinos exploradores de las profundidades marinas— y le aportó los 12 mil dólares que le permitieron diseñar y construir la ideal bola de acero, soñada y esbozada originalmente por el presidente Theodore  Roosevelt, durante amenas charlas que solía sostener con el propio William.

La “esfera de las profundidades”, como se le llamó a esta bola, tuvo un diámetro de 1.40 metros y un peso muerto de dos toneladas y media. Sus paredes, de más de 3 centímetros de espesor, tenían tres ventanas redondas de 20 centímetros, hechas de cuarzo fundido. La puerta era una tapa de acero de casi 200 kilos, sujeta con pernos y tan pesada que tenía que ser puesta y quitada con poleas. El aparato estaba sujeto a un cable de acero irretorcible, de un kilómetro de largo y casi dos centímetros y medio de grueso, que no se rompería con menos de 29 toneladas de tensión. La comunicación con la superficie era por un tubo de hule compacto, provisto de alambres para luz eléctrica y teléfono. Por supuesto que el aparato también llevaba tanques de oxígeno, ventilador, linternas y herramientas.

El 6 de junio de 1930, con la primera inmersión de la batisfera, a unos 15 kilómetros al sur de la isla Nonsuch, una de Las Bermudas, Barton y Beebe iniciaron una histórica hazaña. A los 30 metros de profundidad, se alejaban de los rayos solares y la luz verde que iluminaba el mar empezó a disminuir. A los 90 metros, el agua comenzó a filtrarse a la esfera, así que Beebe dio orden de que los bajaran más aprisa, pues a mayor presión, el agua dejaría de penetrar. A los 150 metros se encontraban por regiones totalmente inexploradas del mar. Su descenso final llegó a los 183 metros y su odisea duró una hora, logrando así el primer récord mundial en las profundidades de las aguas oceánicas.

Con su gran capacidad de observación y conocimientos sobre la fauna, Beebe comenzó a tomar nota de las diferentes especies que hallaba: plancton microscópico, pámpanos, peces piloto, medusas, nubes de caracoles con conchas sutiles como telarañas, peces linterna, anguilas bronceadas y un pez dragón de cola dorada.

El 15 de agosto de 1934, y patrocinados por la National Geographic Society, Beebe y Barton lograron superar el récord de descenso anterior, alcanzando los 923 metros de profundidad, marca que tardó quince años en ser superada.

http://www.youtube.com/watch?v=cEJfWUwi_tg

 

Volando alrededor del mundo

Seguramente inspirado en las aventuras de Charles Lindbergh, el primer aviador que cruzó el océano Atlántico, en mayo de 1927, en un vuelo sin escalas y sin compañía, desde niño Elbert Leander “Burt” Rutan demostró un gran interés por diseñar y construir modelos de aviones. Originario de Oregon, Estados Unidos, se graduó de ingeniero aeronáutico en 1965, con el honor de ocupar el tercer mayor promedio de su generación.

Burt trabajó en la base militar Edwards de la Fuerza Aérea de California, de 1965 a 1972, donde participó en la construcción de aviones de caza y en el perfeccionamiento del carguero XC-142 VSTOL (un avión de despegue vertical). Posteriormente creó su propia empresa y diseñó y construyó numerosos aviones de formas no convencionales, usando materiales compuestos.

En 1984, “Burt” Rutan presentó el Voyager (Viajero), el primer avión construido para dar la vuelta al mundo, sin escala alguna y sin recargar combustible. Su costó fue de 2 millones de dólares y contaba con dos motores: uno delantero para despegar, maniobrar y aterrizar, y el posterior, para el vuelo de crucero. Los materiales de la nave eran de plástico ligero, por lo que el peso al despegar era tan sólo de 4 mil 420 kilogramos, con un cargamento de 4 mil 500 litros de combustible, distribuidos en 17 depósitos. Una vez consumidos, el peso al aterrizar se reducía a 840 kilogramos.

A las 8:30 de la mañana del 23 de diciembre de 1986, el Voyager de “Burt” —piloteado por su hermano, Dick Rutan, y Jeanna Yeager— completó la hazaña de volar, por primera vez en la historia, alrededor del mundo, sin escalas, aterrizando en la base Edwards. El Voyager recorrió 41 mil 254 kilómetros en 9 días 3 minutos y 44 segundos, a una velocidad promedio de 86.3 kilómetros por hora.

Con el éxito de este vuelo se estableció un nuevo récord de distancia y tiempo en el aire.

El 21 de junio de 2004, Burt incursionó en lo que actualmente se conoce como turismo de aventura, al llevar a pasajeros civiles al espacio exterior —poco más de 100 km de altura— en su aeronave suborbital SpaceShipOne,