Influencia del derecho

José Elías Romero Apis

Sigue siendo, para nosotros, un enigma si la condición moral de los hombres se ha superado, ha decaído o ha permanecido intacta a través de los siglos. La cuestión no reside meramente en el terreno de lo imaginativo.  No se trata de un ejercicio inútil del ocio. No se instala en el espacio de lo abstracto. Por el contrario, tiene amplísimas concreciones reales y profundas implicaciones prácticas. Sobre todo cuando estamos ante o dentro de sociedades en transición, como la nuestra. No es esto, pues, una preocupación de la ética. Es, eminentemente, una preocupación de la política.

Muy en lo personal, me gustaría saber si los seres humanos somos, hoy, mejores que nuestros ancestros hace mil o dos mil años. Me gustaría creer que así es. Me gustaría pensar que esto constituiría una alentadora prospectiva hacia un futuro, cada vez más cercano a la perfección humana. Me gustaría ver a nuestra especie con la benevolencia cándida con que la vio Fray Angélico de Fiésole. Pero debo aceptar que me he conformado con la visión de Signorelli, en Orvieto, o de Miguel Angel, en la Sixtina.

No pienso, desde luego, que los hombres hayamos vivido en un proceso de decadencia que sea el preludio de la debacle irreversible y terminal. Nadie más alejado que yo de esa creencia. Pero considero que de lo que se trata es de poner en claro en dónde reside la génesis de nuestras mejorías, de nuestros progresos y de nuestros perfeccionamientos.

Todo ello me lleva a considerar el fundamental concurso que ha tenido la ley. Por más que se le ha calumniado, que se le ha intrigado, que se le ha difamado, que se le ha infamado y que hasta se le ha satanizado, creo que sin el perfeccionamiento de nuestras instituciones normativas, la condición y el comportamiento de unos hombres para con otros, habría sido inmutable e inconmovible a través de los milenios.

Podríamos acercarnos a algunos ejemplos cotidianos. Estoy convencido de que los hombres de hoy no contribuimos a la vivienda de nuestros trabajadores porque seamos más generosos que nuestros abuelos, sino porque existe una Ley del Infonavit. Estoy persuadido de que los propietarios de hoy no son más compartidos que nuestros antepasados porque sufran de una “anorexia inmobiliaria” sino porque así lo disponen los códigos agrarios. Estoy cierto de que las fuerzas policiales contemporáneas actúan con mayor pulcritud procedimental que las del Porfiriato no por un siglo de catarsis del alma sino porque a eso las obligan los códigos procesales actuales.

Así, también, si los gobernantes de hoy son distintos a los de ayer es por obra de la ley. Muchos de los hombres de gobierno de nuestros días ejercen menos autoridad que Moctezuma II, aplican menos afán de imperio que Carlos V y conviven con menos concentración de poder que Luis XIV no porque sean más igualitarios ni más liberales ni más humanitarios que el azteca, el habsburgo o el borbón, sino porque viven amarrados a las disposiciones de sus constituciones.

Pero esto, en sí mismo, encierra un estímulo para nuestro porvenir.  Si es la ley la que ha generado nuestra mejoría y si la ley es un producto de los hombres, ello significa que somos capaces de propiciar nuestro bien y nuestro bienestar.

El derecho es la más alta y significativa de las invenciones del hombre. Es el Himalaya de las creaciones humanas. Pero, además, proviene de una de las posturas de mayor humildad que han tenido los hombres a través de su historia. El derecho proviene del reconocimiento que hicimos los humanos de nuestra propia flaqueza.

No hicimos la ley porque nos creyéramos buenos. Partiendo de ese supuesto, nunca hubiéramos legislado. Hicimos la ley porque supimos que ni todos éramos buenos o, por lo menos, que no lo éramos en todo tiempo.  El derecho surge, existe y se explica para que se produzcan las consecuencias que no se producirían por nuestra sola voluntad.

Por ello, la concreción real de la influencia de la ley en ese proceso milenario. El hombre no se conduce mejor porque hoy sea más bueno. Se  conduce mejor porque hoy tiene mejores leyes.

Aquí aparece un riesgo real que requiere de una precaución real. Si se acepta que la especie se supera porque mejora en su condición moral, entonces debe  aplicarse a la búsqueda, para el gobierno, de los mejores hombres. La apuesta esencial será la electoral, instrumento contemporáneo de calificación, y ninguna otra apuesta.

Por el contrario, si se concluye que la sociedad se ha superado en sus condiciones porque ha mejorado en sus leyes, entonces deberá aplicarse a la consecución de mejores leyes. En este caso, la apuesta esencial será la legislativa y no otra mayor en sentido distinto.

Este es el desafío, no está a nuestro alcance decidir que los mexicanos seamos mejores hombres en los próximos dos o tres milenios. Pero sí está a nuestro alcance decidir que los mexicanos tengamos mejores leyes en los próximos dos o tres años.