Instalar la verdad histórica

Raúl Jiménez Vázquez

La semana pasada se conmemoró el cuadragésimo cuarto aniversario de la repugnante matanza perpetrada en la plaza de Tlatelolco, a la que el Poder Judicial de la Federación tipificó como crimen internacional de genocidio en los términos del artículo 149 bis del Código Penal Federal y de la Convención de la materia aprobada por la Asamblea General de la Organización de las Naciones Unidas en 1948.

A diferencia de otros años, en esta ocasión la evocación del horrendo acto represivo estuvo revestida de inconmensurable significado jurídico, político, social e institucional, pues desde finales del año pasado está vigente una reforma al artículo 18, inciso b), de la Ley sobre el Escudo, la Bandera y el Himno Nacionales, por la que fue incorporado al listado de las fechas oficiales de duelo nacional el “aniversario de los caídos en la lucha por la democracia en la plaza de las Tres Culturas en 1968”.

El 2 de octubre figura ya al lado de otros acontecimientos trágicos que han enlutado y entristecido a los mexicanos, tales como el sacrificio de los Niños Héroes, el asesinato del presidente Francisco I. Madero y la ejecución del senador Belisario Domínguez. Consecuentemente, en ese día el estandarte tricolor se izó a media asta en todas las escuelas, templos y demás edificios públicos, así como en las sedes de las representaciones diplomáticas y consulares de México en el mundo.

De igual modo, este imperativo jurídico tuvo que ser observado en las oficinas, instalaciones, centros de enseñanza, cuarteles y guarniciones militares, sin excepción alguna; empero, posiblemente afloró una disonancia cognoscitiva, un sentimiento  ambiguo, contradictorio o paradójico puesto que ahí continúa prevaleciendo la firme creencia de que la inefable masacre constituyó una gran hazaña con la que las Fuerzas Armadas salvaron a la nación y por cuya ejecución se otorgaron diversas condecoraciones y ascensos. ¿Cómo rendir tributo y honrar la memoria de quienes en su momento fueron considerados enemigos y traidores a la patria?

Ello deja en claro la impostergable necesidad de que el presidente de la república, el jefe nato de los milicianos, pida públicamente perdón a las víctimas, se deslinde oficialmente del genocidio y ordene a las secretarías de Educación Pública, de la Defensa Nacional y de Marina que se aboquen a la labor de desmontar las mentiras gubernamentales e instalar en su lugar la verdad histórica de los hechos.

Después del 2 de octubre pende permanentemente la amenaza de la barbarie. A fin de desvanecer ese peligro latente es imprescindible que los gobernantes aprendan de la experiencia y asuman el compromiso de evitar la repetición de las condiciones personales y estructurales que condujeron a la catástrofe: la tremenda ceguera mental, paranoia, prepotencia y estulticia que caracterizaron a la clase política encabezada por Gustavo Díaz Ordaz; la irrestricta adhesión de los miembros del Congreso de la Unión a los desatinos presidenciales evidenciada con la emisión de sendos decretos legislativos por los que se aplaudió y avaló la matanza; y el plegamiento incondicional del Poder Judicial de la Federación, lo que facilitó la instauración de procesos penales apócrifos en contra de los líderes estudiantiles.

Tampoco pueden soslayarse la actitud acrítica de los partidos de oposición, la obtusa visión de los organismos empresariales y profesionales, el disimulo de las jerarquías religiosas y el silencio cómplice de la mayoría de los medios de comunicación.

Tlatelolco es un símbolo de la crueldad, el horror, lo inhumano y el uso criminal del poder; es imposible vivir simulando que nada sucedió aquella tarde aciaga en la Plaza de las Tres Culturas.