Fortalecimiento del segmento patronal

Raúl Jiménez Vázquez

La reforma laboral promovida por el Ejecutivo federal y aprobada ya por la Cámara de Diputados es un parteaguas en la historia del derecho mexicano. Por vez primera se introducirán cambios significativos al articulado de la Ley Federal del Trabajo tendentes a I) la validación de esquemas de subcontratación o outsourcing que facilitarán la elusión de las responsabilidades propias e indelegables del empleador; II) el establecimiento de la modalidad del pago por hora sin prestaciones, cuyo efecto directo será la atomización del salario; III) la instauración de contratos a prueba de los que no se derivará obligación alguna a cargo del patrón; IV) la fijación del tope de un año al cúmulo de salarios caídos resultantes de las controversias planteadas ante las Juntas de Conciliación y Arbitraje; V) la cancelación de la antigüedad como parámetro para el otorgamiento de ascensos y otros beneficios laborales, y VI) la desregulación de los requisitos para proceder al despido de los trabajadores.

Más allá de sus aspectos puntuales, el fin último de la reforma es el quiebre del paradigma tuitivo, proteccionista y reivindicatorio del derecho del trabajo acunado y cristalizado en el artículo 123 constitucional por el memorable Congreso Constituyente de 1917; a través suyo se está vulnerando uno de los pilares del majestuoso constitucionalismo social que afamó universalmente a nuestro país y que inclusive fue fuente nutricia del apartado humanista del Tratado de Paz de Versalles y la legendaria Constitución de la República de Weimar.

El intento de defenestrar por la vía de los hechos una de las decisiones políticas fundamentales contempladas en nuestra Carta Magna fue antecedido por la erosión de la rectoría del Estado, otra piedra angular del constitucionalismo social, materializada a raíz de la entrada en vigor del marco normativo de las asociaciones público-privadas con el que se dará inicio a lo que el jurista e investigador de la UNAM Jorge Witker denomina certeramente el proceso de “captura del Estado y los recursos públicos por parte de los inversionistas privados”.

Además del socavamiento de una las vigas maestras del Estado social de derecho emergido del movimiento revolucionario de 1910, las enmiendas laborales también tienen una soterrada teleología cuya existencia se colige del hecho de que de un simple plumazo se quiere eliminar del vigente artículo 3 de la Ley Federal del Trabajo la parte en que se prescribe que el trabajo “exige respeto para las libertades y dignidad de quien lo presta y debe efectuarse en condiciones que aseguren la vida, la salud y un nivel económico decoroso para el trabajador y su familia”.

Este es un colosal golpe de ariete a la visión eminentemente humanista que subyace en el derecho del trabajo y que se concreta en los siguientes imperativos categóricos: I) el trabajo no es una mercancía, II) el trabajador merece ser tratado con empatía y consideración, III) tanto el trabajador como su familia tienen derecho a una existencia digna de la persona humana.

En dicho cambio legislativo se condensa con toda luminosidad la esencia ideológica de la reforma: el trabajo no se regirá por los principios cardinales de la dignidad humana y la justicia social, sino será una mercancía más sujeta a las exigencias del mercado. Consecuentemente, el derecho del trabajo no tendrá como suprema misión garantizar al trabajador y su familia una existencia decorosa y propicia para el desarrollo de las potencialidades humanas.

El abatimiento de esa supralegalidad, la derogación de esos preciados principios éticos y jurídicos es lo que explica el afán de desmantelar las prerrogativas que históricamente han protegido a los trabajadores, pulverizando la estabilidad en el empleo y abaratando el costo de la mano de obra, lo que conllevará necesariamente la precarización de sus condiciones de vida y el fortalecimiento de los poderes inherentes al segmento patronal.

Las consecuencias de ese giro estratégico no serán meramente filosóficas ni se limitarán al ámbito del desarrollo humano. La dignidad humana y la justicia social son derechos humanos consagrados en la Declaración Universal de los Derechos Humanos y en distintos tratados suscritos y ratificados por el Estado mexicano, por lo que su inobservancia podrá ser reclamada ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos y otras instancias internacionales competentes en la materia.