Ante el inicio de un nuevo gobierno

Raúl Jiménez Vázquez

El nuevo equipo gobernante tiene frente a sí un panorama sumamente complejo y los desafíos estarán a la orden del día. Uno de ellos es el abatimiento de los datos duros producto de la encuesta practicada en el 2011 por la ONG Latinobarómetro, los cuales son indiscutiblemente preocupantes: sólo un 17% de los mexicanos cree que se gobierna en bien del pueblo, el 66% piensa que el Estado ha hecho muy poco por las familias, el 61% considera que el gobierno es incompetente para resolver los problemas que aquejan a la sociedad, el 69% no le tiene confianza, en tanto que el 61% percibe que los ricos son los que menos cumplen con la ley.

Destaca por su importancia el sentimiento de que los gobernantes no son capaces de dar solución a las demandas de la población, siendo por tanto indignos de merecer la confianza ciudadana. Estamos, pues, en presencia de un aparato gubernamental ineficaz cuya falta de resultados evidentemente erosiona la legitimidad del poder político.

Detrás de esta percepción social subyacen factores de muy diversa índole como el enorme alejamiento existente entre las élites políticas y los reales sentimientos de la nación, la corrupción, la impunidad, el mal funcionamiento o la franca distorsión de las instituciones, la manipulación de la ley para favorecer intereses ajenos a los de las grandes mayorías, el atropello a los derechos humanos, así como la pasmosa incapacidad para confrontar en forma efectiva los lastres ancestrales que gravitan sobre nuestro país como la pobreza, la desigualdad, la injusticia, la marginación, la falta de empleos productivos.

Sin demeritar las variables que hemos enunciado, la patología de la ineficiencia del aparato gubernamental podría también estar siendo alimentada por otros factores: las estructuras del sector público todavía obedecen a los cánones de las organizaciones verticales, provocando rigidez o acartonamiento en los roles, las funciones y las líneas de comunicación; la normatividad, los sistemas y los procedimientos institucionales están impregnados de un sentimiento básico de desconfianza hacia quienes han de tomar decisiones a lo largo de la pirámide gubernamental; entre quienes ocupan posiciones de mando y el resto del personal existe una distancia significativa, generándose un sistema de castas y privilegios totalmente contrario a la necesidad de forjar y arraigar el sentido de pertenencia institucional.

A lo anterior se añaden otras tantas anomalías: aún predomina la creencia de que la inteligencia es propia de los niveles superiores y que los subalternos deben limitarse a cumplir órdenes al pie de la letra; no se alienta el aprendizaje personal ni institucional, ni la creatividad, ni el pensamiento crítico; se carece de visiones compartidas capaces de armonizar, conjugar y alinear las visiones individuales; el enfoque sistémico y el análisis de los procesos globales vinculados a la memoria histórica brillan por su ausencia; las decisiones suelen ser fruto de ocurrencias o de conceptualizaciones fragmentadas de la realidad; pocas veces se lleva a cabo el imprescindible ejercicio de la retroalimentación y por consiguiente no se aprende de la experiencia.

Finalmente, en el fondo de todo esto subyace una imagen sumamente perniciosa, la de un ser humano aprisionado por estructuras burocráticas, constreñido, reprimido, pasivo, dependiente, aislado, emocionalmente anestesiado, encerrado en su puesto, atornillado a su escritorio, inmerso en una larga cadena de “yesmen” a través de la cual frecuentemente se transmiten consignas ayunas de sentido común y consistencia ética, como la descrita por Hannah Arendt en su famoso libro “Eichmann en Jerusalen”.

En un contexto tan asfixiante difícilmente los servidores públicos se sienten motivados y deseosos de hacer su mejor esfuerzo, cosa que indiscutiblemente se traduce en la disminución de los niveles de eficacia que exige la sociedad.

Hacer frente a esta delicada y grave problemática demanda instrumentar medidas de gran calado y largo aliento. Una de ellas es el encuadramiento de la administración pública dentro de los paradigmas del desarrollo humano organizacional imperantes en el siglo XXI. La acción coordinada de la Auditoría Superior de la Federación y la futura Comisión Nacional Anticorrupción será de capital importancia a fin de lograr dicho objetivo estratégico.