Kennedy no fue sólo un político: se convirtió en una leyenda.

José Elías Romero Apis

Este 22 de noviembre se cumple otro año en que una o varias balas, porque no sabemos cuántas, fueron disparadas por uno o varios asesinos, porque tampoco sabemos cuántos, y terminaron con la vida del 35 presidente de Estados Unidos de América, John Fitzgerald Kennedy.

Si bien debo confesar que nunca he sentido ninguna idolatría política por los Kennedy también debo reconocer que la tristeza profunda y sincera que sentí aquel cuarto viernes de noviembre de 1963 me acomete cada vez que pienso en John Fitzgerald.

Creo que todos recordamos las escenas en Dallas. La llegada del Air Force One y la recepción en el aeropuerto. El desfile en la limusina descubierta. El atentado y la confusión. La esposa intentando recoger fragmentos de cerebro. El ramo de rosas. El anuncio oficial del fallecimiento. El vestido ensangrentado. Y de nuevo el Air Force One transportando a la capital nacional el cadáver del presidente asesinado mientras en el mismo vuelo prestaba juramento el 36 presidente de la nación.

Más tarde, las escenas en Washington. El velorio en el Capitolio. El réquiem en la Catedral de San Mateo. El cortejo fúnebre en la avenida Constitución. El silencio sepulcral en la ciudad. El redoble de tambores. El armón transportando el féretro y la bandera. El caballo sin jinete. El niño saludando militarmente. El entierro en Arlington. El pueblo norteamericano sumido en el dolor y el mundo entero en la consternación.

Después, otra vez en Dallas, el asesinato del presunto homicida en los mismísimos sótanos de la policía y la instalación de una sensación de burla a todo un pueblo adolorido y a toda una generación desconcertada.

Pero no me refiero a la tristeza de esos días que, al final de cuentas, el paso de casi cinco décadas ya la hubiera borrado integralmente. Al contrario, me refiero a una melancolía que persiste a través del tiempo. Y por eso me he planteado una interrogante en los momentos previos a escribir las líneas de este artículo. Si siempre he realizado mis reflexiones sobre el presidente Kennedy con una muy responsable cautela y si tengo muchas dudas sobre las calificaciones que pudiera yo asignarle, ¿por qué me provoca sentimientos de simpatía no frecuentes puesto que soy un político que ha estado acostumbrado a la práctica del análisis riguroso y duro?

Trataré de explicarme en las respuestas que me encontré a primera mano.

En aquel noviembre de 1963 yo era un joven lleno de ilusiones y de esperanzas que había decidido, desde temprana edad, abrazar el camino profesional de la abogacía y transitar en el camino vocacional de la política. Cincuenta años después he abandonado la juventud pero me siguen acompañando las ilusiones, las esperanzas, la abogacía y la política. Kennedy fue la primera figura política extranjera a la que se asomaron los jóvenes de mi generación. Era joven como la mayoría de los mexicanos, era católico como la mayoría de los mexicanos. Era carismático, era valiente y tengo la impresión de que era idealista.

Por eso las tres principales razones que encuentro para mi simpatía son las siguientes.

La primera de ellas es que he consultado y platicado con muchos de los protagonistas de la relación bilateral mexicano-norteamericana de esos tiempos y todos han coincidido en confirmarme que la relación entre el presidente Kennedy y el presidente Adolfo López Mateos fue ejemplar. El presidente mexicano asumió una política internacional acorde con nuestros principios que el presidente norteamericano consideró y respetó.

La segunda razón es que Kennedy no fue tan sólo un político sino que se convirtió en una leyenda. Por eso dice Arthur M. Schlesinger que no hizo a un presidente sino que construyó una leyenda.

La tercera razón es que Kennedy murió asesinado y siempre he considerado al asesinato como la más vil, la más repugnante y la más imperdonable de las ofensas contra los seres humanos. Pero, en particular, el homicidio de Kennedy conmocionó a los jóvenes mexicanos de vocación política. Nuestras coordenadas cronogeneracionales se encontraban muy lejos de los magnicidios. Cuando asesinaron a John Kennedy habían transcurrido 35 años desde el asesinato de Alvaro Obregón y todavía nos faltaban 31 años para que aconteciera el de Luis Donaldo Colosio. Es decir, pertenezco a una generación de mexicanos que todavía se sobresaltaba con el asesinato de los líderes nacionales.

Por eso me he sentido tan orgulloso del valor de la política. De haber dedicado esfuerzos y sacrificios importantes de mi vida al ejercicio de la noble tarea del entendimiento, del diálogo, del convencimiento, del arreglo, de la tolerancia, del respeto y de la concordia. El valor de la política es lo único que nos podría alejar de la barbarie, de la sinrazón y de los odios.

Así pues quizá en estas tres razones resida la respuesta. Que en algún momento aunque sólo instantáneo, que en alguna idea aunque sólo ligera o que en alguna frase aunque sólo incompleta, Kennedy nos haya inspirado.

 

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