Rafael Solana

El escritor Stefan Zweig los ha llamado “momentos estelares de la Humanidad”, pero algunos autores opinan que quienes los viven no saben reconocer esos momentos. Según Anatole France, Poncio Pilatos, pasados muchos años, sólo recordaba el día de la Crucifixión porque en esa jornada tuvo un fuerte dolor de muelas, pero había ya olvidado los acontecimientos y los nombres de los reos ajusticiados; Eça de Queiroz por su parte, afirma que un joven recadero de una pastelería de París se detuvo cierta mañana en la plaza de la Bastilla, para ver cómo el populacho destruía esa fortaleza, luego, con cierta prisa, pues ya llevaba algún retraso, continuó la repartición de sus pasteles, sin ocuparse más de aquel incidente callejero.

Yo viví uno de los “momentos estelares del régimen”, y me di cuenta perfecta de su trascendencia, y percibí su grandeza, y me dejé conmover por una viva emoción que todavía viene a mi memoria cuando evoco aquella escena. Era una mañana fría y con mucho viento, en enero de 1960. El aire levantaba penachos de polvo en la planicie de San Luis Potosí, en la imaginación del poeta estremecida, alguna vez antes, por “el galope triunfal de los berrendos”; desde el automóvil veíamos formarse y disolverse las pequeñas tolvaneras, en remolinos como en columnas; rodaban, como grandes arañas, los arbustos secos. Habíamos ido desde la capital en un pequeño avión, y luego desde el aeropuerto potosino nos trasladábamos, en una caravana de autos, al poblado El Saucito, cerca de la parte norte de la población, más allá del panteón donde por muchos años estuvieron sepultados los restos del que fuera considerado un gran autor.

El ministro de Educación encabezaba el cortejo: iba enfermo, agripado, con fiebre, lo había inyectado el doctor Noyola, rector de la Universidad de San Luis; iban también el gobernador Martínez de la Vega y el periodista Rafael Muñoz, y las esposas de todos nosotros. Ese día serían puestos en manos de los niños mexicanos los primeros libros gratuitos.

La de El Saucito era una escuela pobre, sus niños y niñas estaban vestidos humildemente; formaban, a la derecha los varoncitos y a la izquierda las niñas, dos filas, de menor a mayor. El ministro y el gobernador fueron sentados detrás de una mesa, cuyo mantel el viento levantaba, los acompañantes, a los lados, en sillas rústicas; había algunos periodistas y fotógrafos de la prensa local.

Ahora, casi cinco años después, aquella sencillísima ceremonia, en una escuela pueblerina, seguramente ha sido olvidada por muchos de los que a ella asistieron. No por mí, que conservo frescos en mi memoria muchos de sus detalles, como si hubiera ocurrido apenas ayer. La docena de diminutos vasitos disparejos en que las profesoras sirvieron vermut, en la destartalada dirección, presidida por un retrato de Juárez; el azoro de los niños, que recibían un obsequio que no esperaban; la bondad en la sonrisa del ministro, cuando entregó a los párvulos los primeros volúmenes. Ahora, sabemos por el más reciente informe presidencial, han sido repartidos ciento catorce millones de libros, pero yo recuerdo el primero. Lo recibió una niña —le pregunté su nombre y lo apunté— de seis años de edad, llamada María Isabel Cárdenas. Su profesora, y directora de la escuela, que lleva el nombre de Cuauhtémoc, era la señora Eufrosina Loredo de Guerrero; ella habló en nombre del magisterio local para agradecer la donación y ofrecer el esfuerzo de todo su gremio para alcanzar las metas señaladas por el ministro. Cincuenta niños, todo el grupo de primer año, recibieron los libros de las manos del señor Torres Bodet.

Como las nubes de polvo que el viento hostil levantaba en la llanura, habrá visto tal vez el señor Torres Bodet, al hablar, el horizonte, pues mencionó “obstáculos” que algunos en ese momento no podíamos prever. “Sean cuales fueren los obstáculos que encontremos en nuestra ruta —dijo— la Secretaría de Educación Pública seguirá siendo, estoy convencido, el ministerio de la esperanza”.

Más tarde, efectivamente, como el ministro previo, hubo obstáculos, de incomprensión, de egoísmo, de discolería, en contra del más generoso de los dones, el de los libros, un regalo más noble que el del pan del desayuno, que también el gobierno actual ha prodigado, en número de millones. Sólo la energía del presidente López Mateos, que apoyó con la mayor firmeza y con la más sólida convicción esta promoción de su gobierno, dispersó y disolvió las fuerzas oscuras que trataron de oponerse, en la más desgraciada de las tentativas, a esta obra de luminosa generosidad.

El gobernador Martínez de la Vega diría en esa fecha, dirigiéndose al señor Torres Bodet: “Dígale usted al señor Pre­sidente que San Luis Potosí realiza un esfuerzo permanente y vigoroso, en el que no caben el desaliento ni la tristeza, sino la alegría de la verdadera mexicanidad, para dejar a nuestros hijos una patria mejor, digna de su heroico pasado, de su esforzado presente y de su grandeza futura”.

Aquellos libros, de los que, para asombro de los periodistas que tomaban nota, dijo el señor Torres Bodet que había ya dos millones (¡y la cifra parecía enorme, entonces!) yo los había visto nacer, por mis manos habían pasado sus pruebas, y yo había visto entrar a las juntas en que se planearon a los más importantes maestros de México y a los autores de mayor prestigio, a los dioses mayores de nuestra literatura nacional: a Alfonso Reyes, a Martín Luis Guzmán, a José Gorostiza, a Gregorio López y Fuentes, a Agustín Yáñez, a Arturo Arnaiz y Freg, al propio Jaime Torres Bodet, y a todos cuanto algo valen en las letras o en la pedagogía de México; todos fueron convocados a opinar, a votar; a todos se consultó, porque ésa era la idea, que los libros gratuitos fuesen no unos libros tan buenos como los onerosos, sino mejores, incomparablemente mejores que los mejores de ellos, hechos con primor tipográfico, con perfección estilística, con eficacia didáctica, y, por encima de todo, con un criterio patriótico, de unidad nacional, de anchísima comprensión o, como diría el presidente López Mateos con frase feliz, “sin fanatismo contra los fanatismos y con tolerancia para tenaces intolerancias”. Los más hostiles partidaristas, los maestros que se consideraron más perjudicados en su negocio (los autores de los libros que se vendían) no pudieron tachar jamás una sola línea de estos libros; los tuvieron que atacar a ciegas, sin concretar, sin puntualizar cuál podía ser la base de sus ataques. Cuando hubo una manifestación contra los libros gratuitos, en Monterrey, se trasladaron los mejores pedagogos de México a aquella ciudad para sostener charlas con los atacantes: pidieron aquellas personas, los regiomontanos, un plazo…para leer los libros, pues cuando hicieron una manifestación contra ellos… ¡no los habían leído!

Dijo el señor López Mateos, acerca de ellos: “Estos libros afirman la igualdad de derechos de todos los niños de México, afianzan la unidad nacional en sus tradiciones más puras y deparan a los maestros elementos auxiliares prácticos de trabajo”. Y agregó, con otra frase lapidaria, que no había en ellos “nada contra el hombre y nada contra la patria”.

Durante su campaña de propaganda como candidato a la presidencia que pronto asumiría, el licenciado Gustavo Díaz Ordaz ofreció varias veces firme apoyo a la política educativa del régimen del presidente López Mateos y, particularmente, se refirió a los libros de texto gratuito como una conquista a la que el pueblo no podrá renunciar. “El libro de texto gratuito es un derecho que el pueblo mexicano ha conquistado”, dijo, y en otro momento: “México es uno solo; no puede haber sino una historia de México. De allí que la implantación del libro de texto tienda a ese fin de fortalecimiento de la unidad de la conciencia pública”.

“Misión de unidad y no de división, de concordia y no de rencillas” dijo el licenciado Díaz Ordaz que es la de la escuela, refiriéndose también en esta ocasión al constructivo espíritu de los libros de texto gratuitos, que su gobierno se propone continuar editando y repartiendo, porque la semilla que vimos sembrar aquel día de principios de enero de 1960, en un pequeño poblado del Estado de San Luis Potosí, ha fructificado; porque a aquel primer libro que el secretario Torres Bodet puso en las manos de la niña Cárdenas siguieron no solamente los otros cuarenta y nueve de los niños del mismo grupo, y los centenares que allí mismo se obsequiaron a todos los otros niños de la escuela Cuauhtémoc, y los dos millones que ya en aquellos momentos circulaban por los caminos y las veredas, por los ferrocarriles y por las carreteras del país, hacia millares de centros escolares, sino los ciento catorce millones de volúmenes que estaban ya en manos de los escolares cuando el presidente López Mateos leía su último informe de gobierno, aunque esa cifra se habrá quedado ya muy atrás en pocas semanas. Y más atrás se quedará cuando el nuevo régimen la supere, la aplaste, porque una nueva montaña de libros irá gratuitamente de las prensas a los pupitres, pues esa luz que aquella mañana del 5 de enero de 1960 se encendió, ya no puede apagarla nadie.

Fue aquel un “momento estelar de la patria”, y quienes lo presenciamos, no vamos a olvidarlo ni en el último día de nuestra vida.

16 de mayo de 1964