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Las páginas de oro de la política exterior mexicana recuerdan la amistosa relación que hubo entre dos presidentes con perfiles humanos similares: Adolfo López Mateos, en México, y John F. Kennedy, en Estados Unidos.
Hoy, después de que el demócrata lograra reelegirse, se antoja que la pareja Barack Obama-Enrique Peña Nieto podría ser muy productiva para ambos países. Sobre todo, después de que el primer presidente de “color” consiguiera el voto del 75 % de los hispanos.
Digamos que los latinos lograron “adueñarse” de la Casa Blanca.
Obama y Peña forman parte de una generación de innovadores, de políticos conscientes de que el sistema o el estado de cosas en sus respectivos países ya se agotó, y de que es necesario darle un giro a la forma de gobernar y hacer política.
Los dos mandatarios entrantes tienen importantes coincidencias. Una de ellas es que a los dos les tocó hacer campaña en un país profundamente dividido y donde los partidos y los políticos han perdido credibilidad.
Así como Peña Nieto tuvo que enfrentarse a un México envilecido, fragmentado en derechas e izquierdas, Barack Obama ha tenido que soportar las consecuencias del famoso “Eje del Mal” heredado del mesiánico George W. Bush, que dejó roto al mundo y divididos a los mismos norteamericanos.
Durante su primera incursión como candidato a la Casa Blanca, Obama criticó a los fanáticos dedicados a separar su país en estados colorados, conservadores y republicanos, y en estados azules o demócratas. Exactamente como sucede en México entre los amarillos perredistas, los panistas azules y el rojo de los priistas. Un arcoíris que, lejos de fortalecer el respeto a la diversidad, se ha convertido en sinónimo de intolerancia y ruptura de la unidad nacional.
Pero el futuro presidente de México y el mandatario norteamericano reelecto tienen otro punto en común: saben que el mundo ya cambió y que ha llegado el momento de resolver los problemas de otra manera. La relación México-Estados Unidos tendría que formar parte de esa agenda de innovaciones.
La recomendación de los expertos es que los gobiernos de ambos países logren darle al tema migratorio y de seguridad un tratamiento más de fondo e integral, y ya no sólo circunscrito a colocar policías, muros o mallas electrificadas en la frontera norte. Se trataría de mirar las relaciones bilaterales desde un gran angular donde se diera importancia, más que a lo militar, a lo social.
Tanto uno como el otro saben, porque así lo han expresado en diferentes ámbitos, que ambos fenómenos —migración y narcotráfico— tienen orígenes de diferente tipo y que es necesario implementar acuerdos para desarrollar económicamente la frontera mexicana e invertir en zonas estretégicas del hemisferio —como la frontera con Centroamérica— para combatir de raíz la violencia generada por el crimen organizado.
Con Obama, de nuevo, en la Casa Blanca existen más posibilidades de diálogo con México. Cuando menos así lo demostró durante su primer mandato, cuando su gobierno aceptó introducir tanto en las relaciones bilaterales como en la solución de problemas comunes la palabra corresponsabilidad.
El martes 6 de noviembre, los norteamericanos acudieron a las urnas a elegir entre un candidato a jefe de Estado del siglo XXI, como era Obama, y un candidato del Medioevo, como fue Mitt Romney. El republicano representaba un mundo que ya no existe y eso lo hacía peligroso no sólo para la estabilidad internacional sino para la convivencia norteamericana.
Es necesario comenzar a hacer una lectura cuidadosa sobre lo que significa para el imperio y el sistema norteamericano el hecho de que hayan sido las minorías, los latinos y afroamericanos, la clase media y los más pobres los que determinaron la reelección del presidente.
¿Qué significado y peso real tendrá ese voto en la transformación de un Estados Unidos menos racista, más tolerante y menos intervencionista?
Tan está consciente Obama de que la posición de su país en el orbe ya no es absoluta, ni aceptada ni querida, que durante su primera estancia en la Presidencia tuvo que diseñar una política exterior pacifista contrastante con la belicosidad de la dinastía Bush.
El 4 de junio de 2009, en la Universidad de El Cairo pronunció un discurso memorable a favor de los países islámicos y ahí recordó a Thomas Jefferson: “Confío en que nuestra sabiduría crezca con nuestro poder y nos enseñe que, cuanto menos utilicemos nuestro poder, más grandes seremos”.
Se espera que con esa misma filosofía inaugure una nueva relación con México.