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Miguel Angel Mancera eligió la reforma del Distrito Federal para lanzar una primera señal de inclusión política. A diferencia, pero sobre todo en contraste, con sus antecesores —de corte dogmático monopartidario—, el futuro jefe de Gobierno hizo una convocatoria amplia y plural, sin fobias ni exclusiones, que responde a la realidad de una Ciudad Capital absolutamente diversa y contrastante.

Ante los coordinadores del PRI, PRD y PAN en el Senado, pero sobre todo ante líderes sociales de diferentes procedencias, Mancera confirmó su pensamiento democrático, trato fácil y generoso.

Ninguno de los participantes pudo o supo profundizar en el tema de reforma. ¿Qué es, con qué se come? ¿Para qué sirve? Después de escuchar la exposición de los legisladores y la opinión de los escritores y periodistas que participaron en un video, la duda asaltó la mente de los ahí presentes: ¿alguien sabrá, realmente, el tipo de reforma que necesita el Distrito Federal? Vamos, ¿alguien le podrá explicar a la ciudadanía, al bolero y al vendedor de tacos, al ama de casa o al obrero por qué es necesario convertir la ciudad de México en una especie de estado más?

Si la reforma busca ganar adeptos, será necesario traducir su impacto e importancia en un lenguaje más “popular”. Más al alcance de los 27 millones de personas que habitan en el Distrito Federal y zona metropolitana, que viven, padecen y contribuyen a la anarquía de la capital.

Mancera explicó que se busca una nueva definición de la ciudad de México con la federación en materia fiscal y jurídica. “Se trata —dijo en entrevista— de reconocer que es una Ciudad Capital donde seguirán asentados los poderes federales, que será responsable de la recaudación y la seguridad.”

Se refirió también a que el Distrito Federal debe tener, como el resto de los estados, acceso a más recursos económicos federales, y a la posibilidad de crear sus propias leyes.

Mancera dejó entrever que la reforma busca que la capital del país tenga su propio Congreso y Constitución, la necesaria autonomía jurídica y administrativa para decidir sobre su destino.

Y ahí es donde hacer falta regresar al simplismo filosófico —pero esencial— del ¿para qué?

La reforma debe ir acompañada de importantes propósitos humanos y sociales. Si la reforma política va a servir para convertir la ciudad de México en un espacio más humano y habitable, la iniciativa saldrá automáticamente del Senado y de los intereses de los partidos para ser defendida en la calle.

Vamos, una ley de esa naturaleza, que podría impactar a la mayor concentración de personas en el país, debe convertirse en la primera iniciativa ciudadana.

Pero, hay que insistir: ¿para qué me va a servir la autonomía con respecto a la federación? ¿Voy a tener un transporte público de más calidad?, ¿un servicio de basura más eficiente?, ¿agua potable, pavimentación y segundos pisos que ya no sean producto —como lo son— de un fraude?

Resolver la parte social y humana de la capital del país se presenta como uno de los más grandes desafíos a los que se enfrentará Mancera. Porque además de lo jurídico y administrativo, de dar a las delegaciones otras facultades, se impone otra reforma: la reforma cívica de la ciudad de México.

Un centro urbano de la magnitud y complejidad del Distrito Federal necesita urgentemente de otro ciudadano. Es cierto que hoy los hombres, las mujeres, los jóvenes y los niños, los adultos mayores y las personas con discapacidad reciben mal trato en las calles.

Pero también es verdad que tenemos peatones irresponsables, conductores de microbuses que no han ascendido en la escala de evolución humana, montañas de basura alimentadas por un defeño depredador, irresponsable y sin el menor sentido solidario. ¿La Reforma Política del Distrito Federal, en síntesis, nos llevará a construir una ciudad y un capitalino de otro tipo?

A la reforma del Distrito Federal hay que ponerle crema y mucha salsa, darle forma de taco o de quesadilla para poderla vender.