Rafael Solana
Volvió a mi memoria, con ocasión de la muerte del Cardenal Miguel Darío Miranda, y pocas horas después la reunión en Monterrey de un Foro Nacional de Consulta sobre la Educación Básica en México, presidido por el Secretario González Avelar, un hecho ocurrido hace más de 20 años, y sobre el que durante muchos guardé completo silencio, pero del que ya creo poder hablar, pues han fallecido sus dos principales personajes.
Preparaba don Jaime Torres Bodet, a la sazón ministro del ramo, la edición de los libros de texto gratuitos, que son uno de los mayores monumentos a su memoria, y una de las grandes conquistas de la Revolución en materia educativa. Pudo preverse la oposición a esos libros de algunos sectores de la población, tales como el de los capitalistas (que, en efecto, y justamente en Monterrey, promoverían manifestaciones públicas en contra de esos libros) y también, tal vez de la Iglesia, una fuerza que en nuestro país sigue siendo poderosa (y lo era todavía más hace un cuarto de siglo). La jugada de don Jaime, secreta y habilísima, fue la siguiente: se reunió con el Primado de la Iglesia mexicana en un lugar neutral; es decir, ni fue a buscar al Arzobispo en su archiepiscopado, ni el doctor Miranda lo fue a visitar en sus oficinas; el embajador de Francia, que era en ese tiempo el señor Lagarde, invitó a ambos a comer en la embajada; cada uno de ellos se hizo acompañar solamente de su secretario particular; yo era el del señor Torres Bodet, y el inteligente padre Alberto Ezcurdia era el de don Miguel; en la cabecera de la mesa pequeñísima se sentó el embajador, con el prelado a su derecha y el ministro a su izquierda, y cada uno con su secretario al lado; la comida, durante la cual todos hablamos en francés, transcurrió entre comentarios de carácter artístico y memorias de viajes; particularmente recuerdo al arzobispo que hablaba de Polonia, con una falta de ortografía que me impresionó, pues fuera de ella, su conocimiento del idioma parecía impecable; él pronunciaba “la Polonie”, en vez de “la Pologne”, que habría sido el vocablo correcto.
Al término de la comida, o como los franceses dicen, “entre pera y queso”, nos preguntó el embajador al padre Ezcurdia y a mí si conocíamos ciertos cuadros que tenía en su biblioteca; bien que los recordábamos; pero fingimos tener interés en volver a verlos, y entonces el diplomático nos condujo hacia su librería, y quedaron, ante sus pequeñas tazas de café, solos los dos ilustres personajes, que charlaron durante un buen cuarto de hora; el señor Torres Bodet consiguió la garantía, en esa conversación, de que el catolicismo no se opondría a los libros de texto gratuitos, que serían aceptados en las escuelas confesionales sin el menor reproche; el Arzobispo había oportunamente conocido esos textos, de seguro había hecho examinar los libros por asesores de su confianza, y nada encontró en ellos que ofendiera los sentimientos religiosos de los mexicanos, si bien un conocido “comecuras”, Martín Guzmán, presidente de la comisión editora de esos libros, había por su parte vigilado que no se contuvieran en ellos supersticiones ni propaganda clerical. Personajes de nuestra historia, como los doce evangelizadores, como Fray Bartolomé de las Casas, primer obispo de Chiapas, y don Vasco de Quiroga, primer obispo de Michoacán, aparecían en los textos; están esos libros tratados con verdad y con respeto, y no se critica a las autoridades de la jerarquía del clero que condenaron a nuestros héroes patrios, Hidalgo y Morelos, por ejemplo, desaprobando su decidida y decisiva intervención en nuestra lucha libertaria iniciada en 1810.
Don Jaime, que, llamado por el presidente Ávila Camacho, había sido quien dio su forma definitiva al Articulo Tercero de nuestra Constitución, cuyo texto se prestaba a discrepancias y había sido en su forma inicial combatido por un sector de la nación; a partir de esta conversación, que quedó por largo tiempo completamente silenciada, Jaime Torres Bodet y el Arzobispo Primado, fueron de esta manera, y con motivo de un hecho tan candente como los libros de texto que tendrían que ser aceptados en todas las escuelas, inclusive las de maristas y otros educadores religiosos, quienes sellaron, por muchos años (no se ha interrumpido desde entonces) la buena relación entre gobierno y clero, que apenas un cuarto de siglo antes estaban en armas uno contra otro, en la guerra cristera (un cristero, el novelista don Agustín Yáñez, vendría poco después a sustituir al señor Torres Bodet al frente de la Secretaría).
No va descaminada la afirmación de que el doctor Miranda (quien poco tiempo después del hecho que estoy recordando fue elevado a la dignidad de Príncipe de la Iglesia: el Cardenalato) conservó inteligentemente la paz entre su grey y las autoridades del país, que a su vez, a partir del presidente Ávila Camacho, disminuyeron su agresividad hacia el clero. En un plano de respeto mutuo (y en muy pocas ocasiones roto por la indiscreción de algún dignatario eclesiástico que haya hablado de más o en alguna forma tratado de presionar a la opinión católica en algún asunto político) las relaciones de absoluta independencia, pero de no beligerancia entre el Estado y la Iglesia han venido sosteniendo un statu quo, del que Miranda fue hábil timonel hasta la fecha de su retiro, por edad avanzada, del alto cargo que supo siempre desempeñar con tacto y con acierto.
28 de marzo de 1986