Se inició el gobierno de Peña Nieto
José Elías Romero Apis
Este fin de semana se inicia el gobierno presidido por Enrique Peña Nieto. Son muchos los retos y desafíos a los que habrá de enfrentarse. Crimen organizado, inseguridad ordinaria, necesidad de una reforma fiscal, reforma energética ineludible, recomposición de la competitividad económica, combate a la pobreza, reducción de las desigualdades, salvamento pensional, rescate del liderazgo internacional, creación de empleo, reforma laboral, preservación de recursos y muchos otros que escapan a la memoria y a este espacio.
El nuevo presidente llega, sin embargo, acompañado de una fuerte dosis de confianza y de esperanza de su pueblo. Se lo demostró en las urnas pero se lo exigirá en la gestión. Viene, también, acompañado de la creencia generalizada en la eficiencia priísta que tanto se ha extrañado en estos doce años de gobiernos panistas.
Sin embargo, muchos conciudadanos se preguntan si, más allá de la eficiencia presidencial necesitamos buena suerte o, de plano, uno que otro milagro.
En la política, como en todo espacio del acontecer humano existe la buena suerte y, también ¿por qué no?, existen los milagros.
La distinción entre una y otros es de naturaleza causal y no resultante. Es decir, tiene que ver con la causa eficiente de lo que se produjo, aunque lo producido haya sido lo mismo en uno y en otro caso. La buena suerte sería sacarse la lotería comprando el boleto premiado. El milagro sería sacársela sin siquiera comprar boleto. La consecuencia es la misma pero el origen es el distinto.
Traslademos este ejemplo al acontecer político mexicano de los años recientes. Felipe Calderón ganó la elección presidencial, entre otras razones, porque tuvo buena suerte. Primero, que Vicente Fox no supiera tejer la trama para la sucesión de su favorito. Segundo, que Santiago Creel encontrara dificultades para triunfar ante el panismo interno. Tercero, que un PRI dividido hasta el encono, facilitara su propia y estrepitosa derrota, transfiriendo a Calderón votos gratuitos. Cuarto, que López Obrador no contara con la suficiente estructura de representación y vigilancia. Quinto, que el Doctor Simi le quitara al Peje los pocos pero determinantes votos de victoria.
Pero, además de esos prodigios, Calderón había comprado su boleto. Determinó su estrategia, formó sus cuadros, se apartó de Fox, se deslindó del gabinete, trabajo su elección interna, propuso un discurso electoral sencillo, ganó el primer debate, pudo sortear el golpe del Hildebrando y hasta otras cosas que se dicen, pero que a mí no me constan. Todo eso muestra que quería ganar. Y ganó.
A diferencia de ello, la victoria de Ernesto Zedillo fue un auténtico milagro. No era un salinista genuino. Sus cargos en el equipo de Salinas se debieron siempre a José Córdoba no a Carlos Salinas quien, incluso, llegó a sospechar y más tarde a comprobar su deslealtad. Murió Colosio, la Constitución se interpuso a los deseos salinistas en cuanto a suplencias, los opositores que siempre fueron obsecuentes al Presidente le voltearon la cara cuando más los necesitaba, su temperamento le traicionó el cerebro y se decidió a favor de lo impensable. Zedillo no compró ningún boleto sino que el destino se lo llevó a las manos.
¿Qué conclusión podemos sacar de este tema? Que el político de verdad tiene que saber distinguir, con toda claridad, cuando requiere de la buena suerte y cuando requiere de un milagro. Francisco I. Madero necesitaba de buena suerte para tirar a Porfirio Díaz. Zúñiga y Miranda necesitaba de un milagro.
El verdadero político, el único en el que podemos creer, tiene una noción muy clara de su realidad y de la de los demás. Sabe a quien tiene que asociar, comprar, vencer, separar, elogiar, criticar o destruir. Esto significa, tan solo, propiciar su buena suerte.
Un viejo chiste cuenta que un creyente le rezaba a su dios para que lo socorriera con el premio de lotería que ya mencionamos. Su altísimo lo escuchó y quiso complacerlo pero, antes, le ordenó que comprara un boleto del sorteo.
Por eso, el político debe “comprar-el-boleto” para, con algo de suerte, vencer a la pobreza, la delincuencia, el desempleo, la injusticia y la desesperanza. Pero no puede esperar los milagros necesarios para, sin hacer nada, remitir la corrupción, la ingobernabilidad o el desprestigio.
Todo esto nos lleva, en el terreno de la política real, por cierto la única en la que creo, a facilitar nuestras decisiones ciudadanas y hasta las gubernamentales. Nunca vamos a recuperar Texas ni California. Pero sí podríamos recuperar Monterrey y Acapulco. Nunca llegará una nave mexicana a la Luna. Pero sí podemos llegar a la reforma educativa, la energética y la hacendaria. No vamos a ganar el campeonato mundial de futbol pero sí podríamos ganar dignidad, seriedad y credibilidad.
Y, al final de cuentas, es más importante lo que podemos ganar, con nuestro boleto y algo de buena suerte, que lo que podríamos esperar de los milagros.
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