La novia robada
María Eugenia Merino
Durante su larga y prolífica carrera, Juan Carlos Onetti usó varios seudónimos; entre los que se conocen, firmó algunos de sus textos como Periquito el Aguador, H. C. Ramos (femenino), O’Nety (1969, Los muertos, p. 223), Gaucho [sic] Marx, J. C. Onetti, Juan C. Onetti, J. C. O., por lo tanto, no debería sorprendernos la confesión que él mismo hace a su personaje Moncha Insaurralde: “Porque es fácil la pereza del paraguas de un seudónimo, de firmar sin firma: J. C. O. Yo lo hice muchas veces”.
La novia robada relata —y remata, diríamos— el fin de Moncha Insaurralde, una de las cabecillas del movimiento del falansterio de Santa María, que Onetti apenas esboza en Juntacadáveres; por eso estaba en deuda con ella, para rescatarla del olvido, de su propio olvido, y crea una historia para este personaje escondido entre las páginas de aquella otra novela, una historia para convertirla, ahora sí, en un personaje inolvidable: esta jovencita que regresa de Europa con su equipaje de ilusiones, para casarse con Marcos Bergner, que había muerto hacía algunos meses.
Moncha regresa a esta Santa María de fantasmas como ella, que transitan de novela en novela, de cuento en cuento de Onetti, sin encontrar redención; a esta Santa María hermana del Yoknapawtopha de Faulkner, y prima cercana del Macondo de Gabo; a esta Santa María, dijo Onetti en mayo de 1980, que le produce “verdadera nostalgia, porque Santa María no existe, es mía, yo la construí con calles paralelas y ladrillos que pretendieron, entonces, derrotar el tiempo. Obvio es decir que también puse ahí hombres y mujeres con la esperanza débil de que numerosas lecturas los convirtieran en personas y personajes”.
Por eso no nos extraña la locura de Moncha, que no es gratuita, ni nos extraña la ignorancia de “los notables”, porque a lo largo de su obra, Onetti siempre nos presenta un variado juego de narradores, no sólo por la utilización de diversos puntos de vista —al respecto habría que leer su maravillosa novela Los adioses, donde la interpretación que el lector haga de ese punto de vista es el amarre de la totalidad del texto— sino porque él mismo ha sido autor, narrador y personaje, como en La vida breve (1950), además de incluirse con sus iniciales para escribirle a la trágica novia una “carta de amor o cariño o respeto o lealtad”; carta de amor y lealtad con todas las de la ley, con cariño y respeto, sí, aun cuando “Muchos serán llamados a leerlas” [nosotros, los lectores].
Onetti ha decidido, como en otras tantas ocasiones, perturbar el tiempo lineal, disgregarlo, enloquecerlo, para ofrecernos una Moncha siempre presente, eterna y etérea, perenne. Eterna por su condición de leyenda, por haberla visto “cuarenta años después […] en la esquina del Plaza […] Mucho más pequeña. Con el vestido de novia teñido de luto […] fingiendo con coquetería ayudarse con el bastón”. Siempre presente en las conversaciones de los viejos, de los notables, de todos los habitantes cómplices de la mentira piadosa, que han puesto algo de su parte para continuar con la leyenda de la vasquita, una “leyenda tan remota y tan blanca”, blanca como su vestido de novia, y nunca ausente de sus conversaciones, pues son ellos quienes, a final de cuentas, sostienen a Moncha con vida, si lo suyo puede llamarse vida, encerrada entre las altas paredes de su casa, o en la lectura de cartas en la botica del viejo Barthé, o por las calles, “arrastrando sin prisas y torpe la cola larga”, ahora ya amarillenta, con los encajes venecianos hechos jirones, convirtiéndose a sí misma en una invención, “protegida por la indiferencia y el temor”, refugiada en su locura de amor.
Aun cuando cuesta trabajo decidirse entre un Juntacadáveres, un Díaz Grey o un Malabia, incluso por un Brausen, esta novia de Onetti no sólo es uno de los personajes más memorables de la literatura latinoamericana, sino con toda seguridad —casi podría jurarlo, aunque Juan Carlos Onetti no esté ya aquí para confirmármelo— el más entrañable para su autor, si no, por qué escribirle “por fin, despues de tantos años […] la carta prometida”.
Sabemos que el mundo onettiano no es fácil, quizá porque en él encontramos muchas de nuestras humanas debilidades; por alguna razón nos sentimos atraídos por la marginalidad de sus personajes, sus sentimientos de culpa, sus temores más íntimos, la sordidez de sus vidas; “ese mundo más bien pesimista, cargado de negatividad”, que no lo hace un autor popular, dice Vargas Llosa. Sin embargo, resulta paradójico comprobar que el lenguaje de Onetti es tremendamente poético; Francisca Noguerol nos dice en un ensayo: “Sin Onetti, en definitiva, no sabríamos que la poesía más alta habita en los territorios de la sordidez”. Nada más cierto.
Ese mundo lo vamos conociendo a través de los ojos de quienes los habitan, de sus recuerdos, de sus verdades a medias, de lo que conocen o desconocen, porque así ha imaginado Onetti a Santa María, como un rompecabezas, como una colcha de retazos multicolores donde deambulan Larsen, los Bergner y los Malabia, el boticario y su ayudante…
Me he acercado a esta historia muchas veces, tantas como lecturas en clase hicimos durante años —así lo constata mi ejemplar un tanto ajado ya por el tiempo—, y sigo tan enamorada de Moncha como Onetti, y en mi admiración por este autor comprueblo que si cada una de sus historias es una cuenta en el collar de su obra, La novia robada es la joya de la corona, porque esta Moncha será eterna, vive en la memoria de todos: de su creador, que así lo dispuso; de sus lectores, que así lo aceptamos, aunque todos sepamos que “se echó a morir, se aburrió de respirar”, y lo sabemos bien pues Díaz Grey se encargó de firmar el acta de defunción que certifica que María Ramona Insaurralde Zamora —la vasquita— tenía, al morir, sólo veintinueva años.
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