Carmen Galindo

 Aunque no faltan los que quieren detectar el prietito en el arroz, para qué puede servir un homenaje nacional —sobre todo si el plato fuerte es un gourmet— más que para ensalzar al festejado. Novo es, y lo digo para abrir boca, un poeta de genio, un prosista de lujo y un personaje que encandila. Además, y con esto comienzo su retrato, Novo no era uno, sino muchos Novos, un titipuchal de Novos. De ahí que en sucesivas lecturas, como sucede con los grandes escritores y los personajes míticos, sin agotar nunca el tema, cada uno pueda quedarse con el Novo más cercano a su corazón. Aquí, a grandes rasgos, intentaré rememorar, algunos Novos, sin más orden ni concierto, que conforme se me vengan a la cabeza.

Pienso que no es casual que uno se proponga hablar de la prosa-nova y comience por retratar al personaje. De hecho, eran inseparables. También pienso, lo que es triste, que la memoria va borrando el pasado y los que fueron nuestros amigos, nuestros maestros, van perdiendo su proteica o caleidoscópica presencia cotidiana y quedan reducidos a uno o dos rasgos que, sí hay suerte, pueden ser los esenciales, pero representan apenas un cuadro sinóptico que guarda un aire de familia con la persona que disfrutamos, esa sí, en vivo y a todo color. Paso, pues, a su figura tal como la aboceta, la adelgaza, la falible memoria.

Era alto y gordo. Y decirlo no es darle una dentellada de gato vivo al león muerto, porque él era el primero en mencionar —y alimentar— las que llamaba sin piedad sus “lonjas”. Usaba una tenue sombra gris sobre el párpado y su color de piel era hermoso, un poco quemado por el sol (o por el maquillaje). Su nariz —¿quién puede describir una nariz?— era fina, netamente dibujada en línea recta. Sus ojos abiertos, como sorprendidos, coronados por las depiladas cejas acentuadas con lápiz café rojizo. Los labios delgados, oscuros, un poco aristocráticos y desdeñosos. Su cuello padecía una papada que no dudaba en ocultar con la mano reclinada para las fotos. Era, como en política, conservador al vestir: traje azul marino y corbatas rojo vino sin fantasía. No recuerdo, quizás me falla la memoria o será que lo traté en la última década de su vida, los chalecos deslumbrantes de que habla José Antonio Alcaraz, ni la polvera a la que se refiere Monsiváis. Si hacía frío llevaba abrigo de lana de cuadrítos, y si llovía, un paraguas negro. Sus anillos eran descomunales y se acomodaban en unas manos impecablemente manicuradas como abriéndole una puerta a la provocación. Fumaba cigarrillos ingleses Graven A —que lo llevarían a la tumba— y usaba un cricket —ahora proliferan los Vlc— con funda de oro, no desechable. Su famosa peluca rojiza, que consideraba una cabellera ‘doblemente mía porque mi dinero me costó’, hacía las veces de reflector que le seguía los pasos e indicaba dónde estaba la estrella. Era Novo una leyenda en una ciudad que todavía soportaba el star systemf previa al anonimato que alimenta la masificación. Era una celebridad, pero no de las actuales a las que warholianamente sólo les dura la fama 10 minutos per cápita: La distancia que separa a Greta Garbo de Gloria Trevi. Era, estaba diciendo, una celebridad que con el fogonazo que le servía de halo convertía a los que lo miraban, en público. Siento “terror por las compañías numerosas en que no se hiciera caso especial de mí”, confiesa en su memorioso Return Ticket.

Sustentaba su conversación en la agresión verbal:

—”Maestro Novo, ¿qué opina del valor de la poesía de Jaime Torres Bodet?”.

—”¿Valor? ¿Valor? Temeridad”,

Ejercía, pues, esa agresión desbordada y sin medir las consecuencias que sólo puede tener un doble origen: la timidez y la defensa. En las reuniones, se atrincheraba, más que se acompañaba, con sus amigos y alumnos. Actitud nacida —digo yo, transvestida en Freud— de su pasado de niño diferente y solitario.

A juzgar por su buena reputación, literaria claro, (y su perdurabilidad) era el mejor columnista de México. Y entre sus columnas, ninguna más leída que su diario público. Allí aparecen, cercenados los apellidos con frecuencia, los que lo invitaban a cenar y los que iban a comer a la Capilla con los respectivos menús debidamente desmenuzados, sus idas al teatro y a los conciertos, aderezadas, pues de un cordon bleu hablamos, con su típica mala leche. Desfilaban las flores de su jardín con todo y el jardinero japonés, los políticos sexenales, los restaurantes —del Ambassadeurs al Lincoln— sin faltar su defensa nacionalista de la torta en detrimento del “geométrico” sandwich y sus vecinos de Coyoacán —de Lolita del Río al rey Caro! de Rumania y a Miguel Ángel de Quevedo que ya es avenida—. Por lo que voy anotando, pareciera que su aportación al periodismo lo colocara en la liga, tan respetable como cualquier otra, de los cronistas de sociales. Pero no. Lo desmentirla que las columnas de Novo destilan personalidad e incluso egolatría. Se escapa del género —y Novo habría de escaparse de éste y otros géneros— que la realidad no se cubra con una funda, a pesar de su autor, color de rosa. Lo hace sul géneris el streap-tease sentimental llevado a sus últimas consecuencias. Es ajeno a la crónica de sociales que el autor dé fe de intermitentes ataques de melancolía, de astucias para escaparse y refugiarse en la antisocial soledad o de detenerse en los semáforos para retardar el momento de meterse a la cama y, ante el azoro del lector, ponerse a llorar. Lo alejan, en fin y sobre todo, de la página de sociales, ese aluvión de recuerdos que surge a cada vuelta del renglón. Novo-melancólico, Novo-solitario y Novo-patético no encajan con su imagen de Novo-cronista de sociales, como tampoco compaginan con otro Novo, el que transformó su incumplida vocación por la medicina por el de Novo-hipocondriaco sin remedio, que detalla, un día sí y otro también, sus malestares de enfermo real e imaginario.

Me temo, y lo digo sin intención de levantar escándalo, que Novo tenía, no lo que quiere decir la película de Buñuel, —que vaya usted a saber qué será— sino textualmente “el dulce encanto de la burguesía”. Una prosa deliciosa, sabrosamente conversacional, de la que también gozaba Alfonso Reyes, pero que en Novo, además, estaba trufada con una voluntad de estilo a rajatabla y un sentido del humor que arrancaba a un tiempo la sonrisa del lector y el cacho del prójimo aludido. Una prosa de gourmet, dicho sea para no caer en la chepinesca sal y pimienta.Y menos en la peor vulgaridad de que la prosa-nova era de las que, como el chile verde, le ponían sabor al caldo de la literatura. Podríamos añadir que sin dejar de ser un escritor burgués, Novo, como quien dice, se cuece aparte.

Otro rostro de Novo requiere la atención: el Novo, mercantilista. Pero esta imagen, como en algunas de Pablo Picasso, podría ofrecernos un frente y un perfil en un solo cuadro. El adjetivo de metalizado, que Novo es el primero en arrojar contra sí mismo, se le endilga con tal frecuencia que ha corrido el riesgo de convertirse en epíteto. A Novo ni le quitaba el sueño. Le hubiera encantado que de él, como de cierto whisky, se dijera: “Se ve caro, lo es”. Se preciaba, como aconseja Agustín Lara a su aventurera, de venderse a alto precio. Nomás para que se den una idea, solía cobrar, corno se suele en la publicidad, por frase, y llegó a hacerlo por sílaba. Podría pensarse que había malbaratado su futuro de novelista en los retratos al vapor de las crónicas periodísticas. Pero si a primera vista, vemos un Novo mercantil en el periodismo y aun prostituido en la publicidad, el perfil podría mostrar, al soslayo, su más auténtico rostro: Novo-profesional de la escritura. Pienso, ahora que vemos natural que Jakobson, el exquisito exégeta, escribe sobre el empleo de las aliteraciones en la propaganda política (I like Ike) y Barthes dedica un volumen a los pies de fotos de las revistas de modas, que Novo iba abriendo brecha al escritor profesional, ese que vive del milagro de la multiplicación de los textos en la variedad de los medios. Escuchemos sus palabras:

¿Es posible en nuestro tiempo en México, vivir de escribir? Cuando se logra se vive mal y pronto las filigranas del estilo se van por tierra para descubrir la natural actitud diaria del espíritu. Entonces cae sobre el escritor que se ha vulgarizado, algún nombre despectivo. No se le citará en los libros; pero él habrá logrado, por una parte, ser leído por todo el mundo, y por otra vivir, en un país en que se queda el libro y se agotan los periódicos.

Para Novo, que le chocaba viajar, el modelo del turista Ulises era, creo, sinónimo de precursor, de pionero, de mascarón de barco. Sus ansias vanguardistas, que encarnan en metáforas sin antecedentes en su poesía, se corresponden con sus incursiones como comentarista de radio, primero, y de televisión, en las 24 horas de Zabludovsky, después. En esta era de la globalización, a la que hemos llegado en alas de la telemática, es difícil imaginar que en los cuarentas el radio era signo de modernidad. “Ante nuestros ojos —escribe el 15 de agosto de 1944— ha nacido un arte nuevo, el del comentarista por radio, comparable en sus efectos sobre la opinión pública y sobre los asuntos públicos, al arte del periodismo”. Y cuando aparece la televisión, que él ayuda a fundar, se convierte en el primer intelectual en usar a su favor la publicidad de a 300 millones de pesos el minuto.

Un rostro que suele olvidarse y era fundamental es el Novo-erudito. No había dato al que no le diera alcance buscándolo hasta el último rincón de su biblioteca o del Archivo General de la Nación. Auxiliado, al final, por jóvenes discípulos como Miguel Capistrán o Luis Terán. Pero su erudición se dedicaba, ante el asombro de muchos que pensaban que era quemar la pólvora en infiernitos, a los grandes temas nimios: la historia del pan, la expansión del café y aun del café con leche, del té y del chocolate a la francesa o a la española, y, claro, de la costumbre de tomar té, chocolate y café en establecimientos públicos en Europa, la etimología náhuatl del taco o del gordo y rubicundo tomate, los menús que acompañaron a Maximiliano, a Don Porfirio, a los zapatistas en Sanborn’s y a cada uno de los dioses sexenales. Y cuando no estaba en estas averiguaciones, que se les van a los historiadores, pero que ponen en escena, de bulto, a otras épocas, reflexionaba, con total apego a la verdad, que los mexicanos las prefieren gordas o imaginaba el porqué la Venus de Milo perdió los brazos. Frivolo, sí, y erudito, también. Registro, pues, puntual de las costumbres —de las buenas, de las malas y de las mejores— cimentado en su novísima prosa. Por otro lado, su erudición devoradora malesconde su deseo de escapar de la realidad por la puerta de los libros, y éste, su ser libresco, que gusta de poner entre paréntesis e incluso suprimir la realidad, revela bambalinas espirituales poco analizadas por los críticos.

Geógrafo de la ciudad, sabía de corrido en dónde los hombres de la Reforma habían herido de muerte, al abrir las calles, a los conventos del Virreinato, pues hay que decir que su erudición tenía una obsesión única: dejar constancia, con gracia y admiración a un tiempo, de la nueva grandeza mexicana. Erudición incansable y monomaníaca, puesta toda al servicio de este edificio del siglo XVIII que nos está mostrando con el orgullo del dueño de la casa.

Quisiera dejar constancia, aunque sea al vuelo, como sus aves en la poesía castellana, de algunas de sus contradicciones. Si era universalista en literatura, era nacionalista a morir en todo lo demás. Le da guerra sin cuartel a las influencias norteamericanas y a los españoles les reclama, como si la conquista hubiera acabado de tener lugar. Conservador a carta cabal, cuando leí que era fundador del Partido Popular me imaginé que era parte de sus méritos para el “ajonjolí de oro” o de su querer estar “en donde está la diversión”, pero, para mi sorpresa, Adriana Lombardo me relató que cuando la situación se puso difícil para ese grupo político de izquierda. muchos se hicieron los desentendidos, mientras Novo con valentía fue fiel a sus deberes de fundador e incluso nunca abandonó a la Universidad Obrera a la que acudía a dar conferencias hechas a la medida. Si Novo era iconoclasta, en su sentido del humor y en sus costumbres, también tenía, pues, su lado didáctico. Y no me refiero sólo al teatro para niños al que dedicó sus esfuerzos (y su talento), sino a que educó literalmente al país al enseñarnos a decir Teotihuacan y Tlatelolco —uno, sin acento agudo, el otro, sin una ele de más—. No escatimaba esfuerzos para explicarnos el teatro de Eliot o los avatares de esta ciudad-fénix de sus amores.

La prosa-nova no era, como podría deducirse de su iconoclastia, despeinada. La hacía caber en el corsé académico y luego —sólo el que conoce las normas goza transgrediéndolas— la injertaba con otros idiomas, principalmente el inglés, pero también el francés, y la dejaba correr, a la libre, pero sujeta siempre, castigada, por su dominio asombroso, que tenía mucho de intuición, del idioma. Otros dos rasgos definen a la prosa-nova: de modo democrático, al margen incluso del buen gusto, le abría puertas y ventanas al habla popular. Pero no sólo al habla popular, aunque también a ésta, que se condensa en refranes o que tiene raíces indígenas o campesinas que la dignifican de antemano, sino a las palabras de último minuto, las que apenas por la prisa o por los lapsus acaban de recién-nacer en la boca balbuceante de la cantante de moda, del economista del PRI, del locutor o del pandillero. Como todo gran artista, Novo establece una dialéctica entre la lengua de su tiempo y la suya en que se enriquecen, con los hallazgos, una a la otra.

Novo adquiere, para mí, su verdadero rostro en la definición que se leía, escrito en dimo, en el sillón de su estudio en la Capilla: “Atareado escriba”. Por eso es difícil delinearlo, su capacidad de trabajo era portentosa y sólo es una cortina de humo su agitada vida social, lo suyo, lo propio de Novo, era escribir sin descanso a la velocidad, por él establecida, de a 15 minutos la cuartilla. No tenía más que dos metas, y con esto termino, una ya apuntada instantes antes, dejar constancia de la grandeza mexicana, la otra es fácil de decir y arduo de conseguir: seducir al lector.