Crónicas NYquinas
María Eugenia Merino
Nueva York. Agosto 2010.- Qué gusto entrar en una librería y buscar y rebuscar en los estantes y mesas de novedades una buena novela, una colección de cuentos o de ensayos.
Quizá debo confesar que lo que realmente me resulta un verdadero placer es bucear en una librería de viejo, como solemos decir en México; y aquí en Nueva York el placer se me ha convertido en un vicio porque me he topado con los lugares más propicios para satisfacerlo.
Mis primeras incursiones en esos extraños mundos de papel de libros raros, usados y de colección —así los llaman acá— fueron por recomendación.
Anunciada como “18 millas de libros”, Strand es exactamente eso: un largo recorrido por angostos pasillos entre altas estanterías, donde sólo con muy buena vista logras ver los títulos de las repisas superiores; pero siempre hay a la mano escalerillas rodantes para inspeccionarlos con detenimiento, haciendo un poco de malabares para guardar el equilibrio y sostener los ejemplares que vas acumulando sobre tu brazo.
Desde la entrada, en la esquina de la avenida Broadway y la calle 12, sobre la banqueta están los estantes de libros que se ofertan desde uno a cinco dólares. Difícil resistir la tentación; siempre se espera encontrar el libro que no tenemos, aunque no nos haga falta.
Una vez que pasas los torniquetes, está la primera sorpresa. El lugar es engañoso, pues a pesar de ser un edificio bastante grande, de varios pisos, las mesas y las estanterías llenan materialmente el espacio y da la impresión de ser pequeño, pero puedes pasar el día entero y no terminar de recorrerlo.
Es raro no encontrar ahí lo que uno busca: literatura, arte, gastronomía, arquitectura, diccionarios y enciclopedias, biografías…
La mayor sorpresa es el anexo del tercer piso: The Rare Book Room, al que se entra por la calle 12, en medio de gran seguridad.
Ahí los libros están resguardados en vitrinas, bajo llave: primeras ediciones, de colección, raros, firmados o con anotaciones y subrayados de los propios autores. Tuve que hacer acopio de gran fuerza de voluntad para no comprar una edición firmada de McCullers; fueron razones de peso, más bien de dólares —alrededor de 700—, y una rápida operación matemática para convertir la moneda reforzó mi voluntad.
Este espacio se puede rentar para eventos privados, lecturas o presentaciones de libros, ¡incluso bodas! ¿Habrá quien se imagine ese día especial, vestida de blanco con velo y toda la cosa, escoltada por ese libro firmado por Poe, o ese otro de D. H. Lawrence, o Hemingway o Capote?
Hay otros dos lugares en Nueva York que descubrí por casualidad y se han convertido en mis favoritos.
Cuando, al menos una vez a la semana, iba a hacer súper a Fairway, sobre la avenida Broadway, entre las calles 72 y 73, en la banqueta se ponen a todo lo largo unas mesas repletas de libros, atendidas por un reducido grupo de personas mayores de color —no sé si en español sea políticamente correcto llamarlos negros—, no más de tres o cuatro, que se sientan en sillas plegables recargadas sobre la pared, mientras la gente pasa, se detiene, curiosea, escoge con calma entre la variada oferta de libros usados, en muy buenas condiciones casi siempre, a un promedio de tres dólares por ejemplar. Buena parte de mis libros fueron adquiridos en esa banqueta; ahí conseguí mi Catch 22 que casi se me deshace entre los dedos.
También en la calle 72, a medio camino entre la avenida Broadway y Riverside, y más hacia el norte, en esa misma avenida pero entre las calles 80 y 81, están los dos locales de Westsider Rare and Used Books.
Pero cuidado de no pasarse de largo, hay que buscar el pequeño escaparate, el toldito verde sobre la puerta y los anaqueles de ofertas sobre la banqueta.
Nada más entrar y el dulce olor de los libros invade el ambiente. Enormes columnas de ejemplares nos salen al paso, incluso en las estrechas escaleras, y hay que irlos sorteando para no tropezar con la novela de Faulkner o la edición de Antes de que anochezca, de Reinaldo Arenas, que fue la que en primer lugar me llevó a Westsider, un lugar donde pasas las horas hojeando y ojeando, hasta darte cuenta de que ya es muy tarde (Westsider está abierto incluso los domingos, y cierran a las diez y media de la noche).
Siempre estarán ahí sus dueños, amigables y dispuestos a ayudarte a encontrar lo que buscas, aunque mister Raymond murió hace ya varios años, y son otros miembros de la familia o cualquiera de los empleados quienes subirán las escalerillas para alcanzarte ese ejemplar que no necesitas, pero que igual deseas, y te sentirás como niño en una dulcería, sin saber cuál escoger, y terminas llevándote varias bolsas que te pesarán todo el trayecto en metro, de regreso a casa, y no te importa, porque ya vas satisfecho, saboreando anticipadamente la lectura. El problema será después, cuando tengas qué decidir por cuál empezar.
Hay otros vendedores de libros usados en el Village, en los alrededores del campus de la NYU, y cerca de Washington Square, donde conseguí la dulce poesía de Maya Angelou.
Gracias a la existencia de estos lugares maravillosos he pasado las horas más amenas. Y por eso, cuando escucho las discusiones sobre si el libro digital ganará la carrera y sustituirá a los libros impresos, recuerdo estos amigables espacios y a la gente que los cuida, y me digo: “Esto no puede desaparecer”; son verdaderos remansos para los lectores de hueso colorado.
Sólo espero no equivocarme, y que no llegue el día en que veamos los libros como objetos de museo, encerrados en herméticas vitrinas, sin poder acariciarlos, olerlos, y escuchar lo que nos dicen al oído.
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