Humberto Guzmán
El rito guadalupano va más allá del mero acontecimiento religioso, que ya de por sí es muy grande. Las docenas de pueblos prehispánicos obedecían a una cosmogonía totalmente religiosa. Los conquistadores hicieron alianzas y guerras con aquellos pueblos. Pero tenían una doble misión: la adopción para la Corona, y otra, la salvación de las almas. De modo que no es extraño que en 1531 se haya dado la aparición de la Virgen de Guadalupe en el Tepeyac, México. Al otro día de la Conquista. Hace 480 años. Y eso, entre otros, no fue destrucción sino el surgimiento de una nueva nación y nacionalidad, lo que significó una nueva cultura. El mito, el ritual, la espiritualidad de la Virgen de Guadalupe ha alcanzado dimensiones que, casi estoy seguro, nadie imaginó o soñó en el siglo de su aparición. El 11 de diciembre de 2011, todo el día, ríos de gente venían de los cuatro puntos cardinales, cruzaban la ciudad, con dirección a la Basílica de Guadalupe. Los vi en Insurgentes, Revolución, Tlalpan, y se desbordaban a un costado del Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México. Ver el paso de esa gente sencilla, quemada por el sol de un día frío de otoño, con una imagen de la Guadalupana a cuestas, como una mostrenca tilma de Juan Diego, jóvenes, chicas, niños, hasta de carriola, maduros, algunos viejos, a un lado de la corriente de vehículos, que más parecía un estacionamiento, era una sensación conmovedora, hermosa y llena de significados. Era gente embargada por la fe, por la desesperación, por el sufrimiento o por la pura fiesta del sacrificio. Un sacrificio. Muy importante. El sacrificio de la fe, por la trascendencia de una existencia mutilada por la mortalidad, las enfermedades y, como lo dijeron en los discursos de la misa de gallo en la Basílica, la violencia, la corrupción y la miseria. No importaba el dolor físico y moral, el frío, el hambre, ante el encuentro con la única Esperanza. Que no llega a lo tangible (aunque muchos suplican la resolución de hechos concretos), porque a los dioses no se les deberían pedir cosas tangibles. En realidad no se les pide, se les da. Es un rito que de algún modo me lleva al sacrificio humano que practicaban los prehispánicos y el sacrificio del castigo al cuerpo de algunos religiosos cristianos. El mortal, en su pequeñez, se castiga y se disminuye ante la grandeza de lo cósmico, lo incomprensible (Dios), para mantener la certeza de que exista más allá de nuestro pobre entendimiento. Si no hubiera este convencimiento, la posibilidad de la permanencia en este mundo tal vez sería paupérrima o nula. Esto era lo que me sacudía al ver a las multitudes de fieles de La Morenita, “la Madre de todos los Mexicanos”. “¿No estoy yo aquí que soy tu madre?”. Entre seis y siete millones de mexicanos llegaron a la Basílica para participar en las mañanitas de la Guadalupana. En el resto del territorio nacional hubo otros movimientos similares y aun en algunas ciudades de Estados Unidos, en Guatemala, El Salvador, Costa Rica, hasta Canadá, Alaska, América del sur, el Vaticano, Filipinas. La imagen de la Virgen de Guadalupe se irguió con un poderío que, si no hubiera sido espiritual, hubiera espantado. Por eso trasciende lo religioso y se convierte en una presencia física, social, política, nacional, mundial inclusive, con sus variantes económicas e históricas. Es una profunda verdad cultural. Si hay dudas de la existencia de Dios, de la Guadalupana ninguna. La Guadalupana fue un hilo de unión entre indios, mestizos y criollos en la Nueva España y el siglo diecinueve. México estuvo a punto de desaparecer del mapa después de su separación de la metrópoli y en la invasión militar y despojo estadounidense (1848); pudo no haberse levantado de la destrucción masiva de la Revolución Mexicana. Pero el guadalupanismo, como acto de fe, individual y colectivo, ha tenido todo qué ver en el sostenimiento de la nación y de la nacionalidad. A pesar de que estamos a un costado de Estados Unidos y sus intereses, México existe aún. Qué duda cabe. Existe hasta dentro de Estados Unidos. (A pesar de la violencia de sus policías en contra de los inmigrantes mexicanos y otros hispanoamericanos.) Al ver a esos ríos de fieles guadalupanos, que nadie “acarreaba”, sólo su fe, recordé cuando a los siete u ocho años, al salir de mi edificio, en una esquina de Bolívar y Roa Bárcena (Ciudad de México), me topé con una imagen sorprendente: una peregrinación de mujeres mayoritariamente, cubiertas con velos oscuros y agitando palmas al aire, que marchaban hacia mí, cantando a voz en cuello, y con un Cristo de tamaño natural, caído bajo el peso de la cruz. Me impresionó tanto que sin pensarlo me sumé al grupo, hasta que terminó en la iglesia de San José de los Obreros. No recuerdo más. (Salvo cuando me regañaron duro en casa por mi desaparición.) Era la fuerza que emanaba de esa imagen lo que me subyugó, la misma que recibí de los miles de peregrinos que observé pasar hacia “las mañanitas a la Virgen de Guadalupe”. La religión se puede ver desde otra perspectiva menos dogmática y reducida. El guadalupanismo, como dije, más que religioso es una cultura, columna vertebral de la cultura mexicana de todos los tiempos. No en balde aparece en la Independencia y en la Revolución. El historiador Jean Meyer, Premio Nacional de Ciencias y Artes, dijo en referencia a la guerra cristera: “Aprendí a respetar las opiniones más diversas, y que podía existir una manera generosa, extraordinaria de vivir la fe religiosa, que la religión no tiene que ser fanatismo o superstición o intereses disfrazados de religión. Puede haber lo mejor y lo peor entre los que se dicen cristianos, pero yo conocí unos cristianos excepcionales”. Yo hablo de la fe guadalupana de casi siete millones de mexicanos que asistieron a la Basílica el 11, y en días previos, para estar en el primer minuto del 12 de diciembre postrados ante La Morenita, no hablo de la Iglesia Católica como institución, sino de esos millones de creyentes que a costa de su dolor hicieron un sacrificio (sin apuñalar a nadie para sacarle el corazón) para ofrendarlo a la Guadalupana y a todo el pueblo de México. “Con todos los problemas que pueda tener México, cuando lo comparo con Europa me parece que es un gran país”, dijo Meyer (11/12/11, El Universal). “Es una relación con la naturaleza, es una relación con Dios, es una relación global misteriosa, que hace que con todo y problemas yo me sienta mucho mejor en México que en Europa”. Ya Carlos de Sigüenza y Góngora y Sor Juana Inés de la Cruz, en la gran Nueva España, se refirieron a la devoción a la Virgen María. “La compuesta de flores Maravilla, divina Protectora Americana, que a ser se pasa Roja Mexicana…, apareciendo Rosa de Castilla”, escribió la décima musa. Crónica autobiográfica-ensayo sobre la fiesta de la Virgen de Guadalupe, durante el 11-12 de diciembre de 2011, cuando se cumplieron 480 años de su aparición.
