jaime labastida

Me siento obligado a iniciar mis palabras diciendo que México ha fincado, sin duda y de un solo golpe, con el premio que lleva el nombre de uno de sus escritores más ilustres, Carlos Fuentes, una distinción internacional de importancia extrema. Por ella se reconoce la trayectoria de un gran escritor, es cierto; pero, por esta misma razón y al mismo tiempo, se reconoce el inmenso legado de la lengua en la que el pueblo de México se expresa, la lengua española. Deseo que este doble propósito, con tanto acierto logrado desde el inicio, se perpetúe y crezca con los años.

La lengua española es una lengua universal no sólo por la dimensión que le otorga el número de sus hablantes (cerca de 500 millones de personas). Lo es, por encima de otros rasgos, porque se habla en las dos orillas del Atlántico y en todos los continentes: igual en África que en Asia; tanto en Europa cuanto en América; en una isla del Mar del Sur cuyo nombre recuerda el de un rey español y hasta en varios países pequeños, como Andorra o Belíce. El español es lengua universal por otro rasgo: porque le pertenece a más de 22 naciones y en ellas es su lengua oficial (salvo en México, asunto extraño, pues somos el primer país de hispanoparlantes y, a pesar de eso, no reconocemos el español como nuestra lengua oficial).

Añadiré una breve reflexión: las lenguas de los pueblos originarios le han otorgado carácter a quienes usamos el español como nuestra lengua materna. Las lenguas amerindias nos conducen hacia nuestra raíz; de ellas, hemos incorporado al habla de México y América Latina voces que enriquecen la lengua española, que se ha hecho, por tal causa, una lengua híbrida, mestiza. Pero el español es lengua universal por otra razón, mayor todavía: porque, entre las lenguas del planeta y entre las siete mil lenguas en las que los seres humanos expresamos el amor o elevamos el edificio de la razón, la lengua española es una de las pocas que dispone de escritura (menos de 80 lenguas tienen ese carácter); todavía más, el español es una de las escasas lenguas en el mundo que tiene una gran literatura. La lengua española posee el 10% de los Premios Nobel que la Academia Sueca ha otorgado, sin que importe la nacionalidad de quienes se han hecho acreedores a la misma. No importa que dos de esos escritores sean chilenos; otro más colombiano, varios peninsulares, otro mexicano, uno guatemalteco y quien está aquí y ahora peruano y español a un tiempo: todos han aportado una literatura planetaria.

Mario Vargas Llosa, uno de los escritores que honra la lengua y la literatura españolas, un escritor que ha enriquecido la lengua con una media docena de obras maestras, recibe hoy este premio de dimensión universal, acaso el que habrá de cobrar mayor importancia entre todos los premios literarios que México concede. La literatura escrita en el español americano ni es ancilar ni crece a la sombra de la literatura peninsular, como antes sucedió. La literatura de América tiene una voz y un acento propios. No hablo del tono local o el carácter nacional de su léxico; deseo subrayar otra cosa: el rasgo universal de esta literatura, tan bien representada por Mario Vargas Llosa. Si no se puede afirmar que el español hablado en la península Ibérica dicte la norma de las hablas americanas (porque el español es una lengua multicéntrica), tampoco se puede decir que la literatura de América Latina sea subsidiaria de la literatura peninsular. Posee su propio centro.

En este sentido, la literatura de Vargas Llosa es un caso central en el mundo de la literatura latinoamericana. Ignoro si puedo llamar caso a su escritura porque, en verdad, la considero ejemplar. Sin que desdeñe sus novelas recientes (acaso, en particular, La fiesta del chivo, Los cuadernos de don Rigoberto o El sueño del celta), quiero hablar sólo de sus tres novelas iniciales. Las leí hace más de cuarenta años. Releídas ahora, advierto que conservan no sólo la tensión inicial que entonces me produjeron sino que han acentuado su deslumbramiento. Pocas obras se pueden sostener así. Pasados los años, ampliado el nivel de los conocimientos lingüísticos, acaso refinado nuestro gusto juvenil, enriquecidas nuestras normas literarias, los textos que antaño nos causaron asombro, pasado el tiempo, insisto, se derrumban. No me ha sucedido tal cosa con las tres primeras novelas de Vargas Llosa.

Ancladas en América, esas novelas tejen una urdimbre con las experiencias políticas, lingüísticas y literarias del Perú que Vargas Llosa necesitaba comprender. Poco diré sobre La ciudad y los perros: lo escrito por diversos críticos, en la edición por la cual las Academias de la Lengua Española celebraron el L aniversario de su primera edición, es más que suficiente. Lo que quisiera subrayar es la voluntad de cambio estilístico, la tenacidad formal que está presente en todas ellas.

La Casa Verde, su segunda novela, teje textos paralelos en el tiempo y en la acción, con maestría asombrosa, dada la juventud de su autor. El habla de diversas zonas peruanas cobra en esta novela carta de naturaleza y es elevada a un rango literario de excepción: no es asunto accesorio ni convencional; es su materia prima. Lo usen los protagonistas en sus diálogos o lo desarrolle el escritor al construir los hechos, la lengua española del Perú es un elemento esencial de La Casa Verde.

Creo que Conversación en La Catedral, una novela en extremo exigente por su técnica; carente de concesiones, construye un nuevo lector americano (debiera, tal vez, decir: un lector inédito en el orbe de la lengua española). Vargas Llosa no ha descendido, en ella, hasta el nivel del lector común y corriente; por el contrarío, eleva al lector hasta un plano superior, difícil, culto, sin duda exigente. Avances continuos en el tiempo de la narración, abundantes retrocesos, cambios súbitos de la perspectiva asumida por los personajes, desplazamientos (de tiempo, de lugar, de situación) indicados apenas por la mera oralidad de quienes asumen la voz, intercalada entre las voces de los restantes personajes; búsqueda de una secuencia múltiple, jamás lineal, que, pese a todo, posee un desarrollo congruente, dramático en el estricto sentido de esta expresión, en fin, qué decir si no que estamos frente a una novela verdaderamente moderna, que sitúa la literatura en lengua española (de América o Europa, nada importa) en el primer plano de la literatura universal.

Vargas Llosa obtuvo, con La ciudad y los perros, reconocimiento mundial. La censura española de la época, por si lo anterior fuera poco, hizo que se destacara todavía más con esa pretensión. Otro escritor, menos exigente consigo mismo, tal vez se habría satisfecho con ese primer triunfo. No fue el caso de Vargas Liosa. La Casa Verde hace uso de diversas técnicas narrativas; tiene audacias estilísticas sin fin, qué duda cabe, pero Conversación en La Catedral es una novela mayor, una de las grandes novelas de la literatura universal. No vacilo en situarla junto a Madame Bovary o Bouvard et Pécuchet, para mencionar al escritor de fuste que Vargas Llosa admira, con razón y con razones, y que responde al nombre de Gustave Flaubert. Tampoco vacilaría en colocarla al lado (no por encima: al lado, tan sólo) de Anna Karenina o de Resurrección, obras maestras de León Tolstói. También la pondría al lado de La montaña mágica o de Dóktor Faustus, de Thomas Mann, igual que de Los pasos perdidos o de El Siglo de las Luces, de Alejo Carpentier.

Vargas Llosa es un narrador omnisciente. Entiendo que todo gran narrador es, en verdad, omnisciente. El verbo español narrar tiene su raíz en el verbo griego del que nacieron, en el español, el verbo conocer y el sustantivo conocimiento. El narrador es el que conoce y lo da a saber a quienes lo oyen o lo leen. Lo dicho no quiere decir que el narrador deba ajustarse a las normas clásicas de la tragedia o el drama, tal como las expuso Aristóteles. El narrador moderno ha roto con el tiempo lineal; acaso influido por el cinematógrafo, utiliza otros recursos. Esos recursos, en profusión, usa Vargas Llosa en Conversación en La Catedral; lo pongo en relieve sólo para destacar su capacidad creadora.

Borges, un escritor con una voluntad asombrosa de estilo, ha dicho que “el tiempo le ha enseñado algunas astucias: simular pequeñas incertidumbres…narrar los hechos… como si no los entendiera del todo”. Sin embargo, adviértanlo ustedes, se trata sólo de una simulación. Borges finge —y así quiere que le creamos cuando lo leemos— que “no entiende del todo” los hechos que narra, siendo que, en realidad, los entiende y conduce, por esa causa, todos sus cuentos hacia un desenlace que él, como narrador omnisciente, conoce de antemano. La riqueza de los personajes de las novelas de Vargas Llosa, la fidelidad y el respeto por sus caracteres, hacen de sus novelas ejemplos de una veracidad literaria pocas veces vista en la narrativa de hoy. Su voluntad de forma no se despliega sólo en el estilo verbal (por ejemplo, en el abundante léxico peruano y americano que lo invade); también lo hallamos en la estructura narrativa, en el desarrollo de la acción y en la manera en que culmina la trama: cada personaje tiene acomodo; ninguno es un cabo suelto. En otra ocasión, también en nuestro país, cuando se entregó a Vargas Llosa el Premio Alfonso Reyes, dije que su literatura tenía en Perú dos remotos y bellos antecedentes, indicios del mestizaje propio de Nuestra América. Me refiero al Inca Garcilaso y a Huaman Poma de Ayala. Qué lejos estamos hoy, empero, de la lengua que se hablaba y se escribía en la España de los Austria, la lengua de fines del siglo xvi e inicios del siglo xvn. En esa lengua se desarrollaría, con riqueza inaudita, el Siglo de Oro. Era una lengua ávida de novedades, que buscaba formas inéditas de expresión, incorporaba el léxico del Nuevo Mundo con cierto recelo y aceptaba con igual pasión voces del mundo recién descubierto que de la Italia renacentista. Los hombres de España recorrían en esa época el mundo entero; los navegantes, los guerreros, los hombres de la Iglesia iban a Flandes y a Perú, a la Audiencia de los Confines, a Filipinas o a la Nueva España: estaban embriagados de mundo y voces nunca antes oídas los habitaban. Algunos quisieron asentar en tierras americanas sus utopías. Se llamaban Thomas Moore, Tommaso Campanella, Francis Bacon. La utopía, sin embargo, se desplaza en el horizonte. Cuando pisa el áspero suelo de la realidad se convierte en una sociedad de hielo. Las sociedades perfectas que los ingenieros sociales sueñan son una amarga ilusión que pronto se derrumba y se transforma en su contrario. El sueño se hace pesadilla. Nada detiene a la libertad, a la imaginación y a la capacidad creadora.

Vargas Llosa ha criticado todas las dictaduras, perfectas o imperfectas, que han asolado y asuelan América y Europa. Lo ha hecho lo mismo en sus novelas que en sus ensayos. Sobre todo, ha puesto el dedo en la llaga que lacera la ausencia de libertad. Conversación en La Catedral es un ejemplo de lo que he dicho. El conjunto de sus personajes está hundido en trampas sociales y mentales de las que no puede escapar. La maestría con la que Vargas Llosa penetra en la mentalidad de todos sus personajes (a cada uno le concede vida, carácter y personalidad propios) hace que, al final, tendamos una leve sombra de piedad sobre sus vidas. La novela tiene el ritmo de una tragedia implacable en la que los personajes se hunden y, con ellos, se hunde todo el Perú. No hay salida, ni individual ni colectiva. Mediocres o corruptos, violentos o asesinos, asumen un papel que, sin embargo, los individualiza: no son tipos; son, por el contrario, seres humanos que adquieren categoría de típicos: por esa razón asumen sus diferencias específicas. Vargas Llosa ha sabido entrar en sus vidas igual que en los giros de expresión que les son particulares; sus personajes poseen, por ello mismo, un acento, un tono, una voz original, que los caracteriza. En tal maestría radica la grandeza de Vargas Llosa.

Permítanme una última reflexión. Estamos ante una situación inédita, pues el planeta descubierto por Colón se ha convertido en una aldea. Por primera vez en la historia, el hombre es en realidad un habitante de la Tierra. La velocidad a la que nos hallamos ahora condenados produce vértigo; las nuevas tecnologías avanzan, incontenibles. Pese a los desastres que nos acosan, los hombres somos, como quiso Rene Descar­tes, amos y señores de la naturaleza. Vivimos aún bajo el impacto de la Edad Moderna, la máquina sustituye el trabajo, muscular o mental, de los hombres.

En este mundo nuevo, en este brave new World, como lo llamó Shakespeare, algunas pocas obras habrán de prevalecer: serán sólo aquellas que tengan puestos sus ojos en el futuro. William Blake dijo que la eternidad estaba enamorada de las obras del tiempo. No me cabe duda de que, entre aquellas obras de las que estará enamorada la eternidad, entre las obras que se habrán de guardar por siempre en la memoria de los hombres, estarán algunas novelas de Mario Vargas Llosa.

Muchas gracias.

México, D. F, 21 de noviembre de 2012