Los griegos tenían razón
José Elías Romero Apis
En estos días de relativo ocio he estado cavilando sobre los placeres de la lectura y de la conversación. Pero, ¿hasta dónde son placeres distintos? Quizá tan sólo sean diferentes en la apariencia, aunque afín en la esencia. Porque, de muchas maneras, la lectura es una conversación donde el autor se expresa con sus letras y nosotros le contestamos con nuestras reflexiones y nuestras anotaciones. Y, a su vez, la plática es una lectura no sólo de las palabras de nuestro interlocutor sino, también, de sus adentros.
Sin embargo, el ejercicio de ambos tiene diferencias. El deleite de la lectura es un goce que se practica en solitario. Aun en los recintos destinados para la lectura colectiva, como las bibliotecas, lo que en ellas se congrega es una colectividad de solitarios. Cada uno de ellos delimita su propio universo donde, en ese momento, sólo hay cabida para el lector y su libro.
Pero, por el contrario, el coloquio es una delectación en asociación. Desde luego que, también, se puede dialogar en solitario, tal como lo señalo líneas abajo, pero el ejercicio que allí propongo no constituye, en realidad, una verdadera soledad.
Por eso digo que platicar es, ante todo, un gozo plural. Sin embargo, debemos prevenirnos del descuido en el manejo de esa pluralidad. Porque la reunión de muchas personas, digamos trescientas, no constituyen un ejercicio de conversación. Si están reunidas para discutir el tema estaremos en presencia de una asamblea o de una junta. Si su propósito es tan sólo escuchar a una de ellas y, cuando mucho, requerirla para precisiones, entonces de lo que se trata es de una conferencia. Pero ni una ni otra instalan una conversación.
Se ha dicho, desde la antigua Hélade, que el supremo grupo de conversación no debe exceder de cinco individuos. La vida me ha demostrado que los griegos tenían razón. Claro que en esto no debemos ser tan drásticos como para correr de nuestra tertulia a aquéllos con los que se exceda el quinteto.
Para comenzar porque siempre existen los mirones de palo que no hablan y, por lo tanto, colocan al grupo en sus niveles funcionales. En segundo término, porque algunos nos volvemos prudentes y guardamos silencio para que los demás surtan el coloquio. Y, por último, porque no faltan los protagónicos que dejan a todos los demás en total mutismo y, con su soliloquio, se acabó el problema, aunque aparezca otro peor.
A mí, en lo personal, me gusta el grupo de cuatro personas. Tiende a ser muy coherente y muy cómodo. En el trío son pocos los participantes y los obliga a intervenir mucho. En el sexteto, por lo contrario, son muchos y les dificulta expresarse en el turno oportuno. Pero en el cuarteto se dan las mejores condiciones, salvo con una excepción. Sólo hay otro formato que lo suele superar en calidades de fondo: el dueto.
En efecto, es en el diálogo bis a bis o, como suele decirse, tête à tête, donde la conversación adquiere sus mayores riquezas, por lo menos en tres sentidos fundamentales. En el de la franqueza, en el de la precisión y en el de la profundidad. Y todos estaríamos de acuerdo en que una conversación que es franca, precisa y profunda, es un tesoro para aquilatar.
Aun en el formato familiar, esto se hace evidente. Casi todos hemos gozado de nuestras conversaciones en familia. Es frecuente que sean amenas, interesantes y hasta inolvidables. Pero todos sabemos que la “joya de la corona” de nuestros coloquios han sido los que alguna vez hemos sostenido con alguno de nuestros seres queridos y no necesariamente con el grupo. Muchas veces mis hijos que han señalado, como esenciales en su vida, la conversación que sostuve, por separado con cada uno de ellos, en tal fecha, en tal ciudad y con tal tema.
Dije que, también, se puede platicar en solitario. Sí, es mucho lo que puede darnos el hablar y el escuchar, a los otros y a nosotros. Porque esto es, también, un ejercicio de la más alta conversación. Dirigirse a uno mismo con respeto, con valentía, con franqueza, con precisión y con inteligencia es una de las mejores actitudes frente a la vida. Evitar, con éxito, que ese otro yo nos ofenda, nos engañe, nos confunda, nos aturda o nos humille.
Estoy convencido de que uno mismo puede llegar a ser el mejor conversador que podamos escuchar. Y uno mismo puede ser el mejor interlocutor de nuestro otro yo si lo entendemos con serenidad, con atención, con madurez y con aprecio.
Vale la pena intentarlo si es que no se ha hecho. La ducha es un buen espacio y una buena tribuna. Nos deja en la desnudez que evita vanidades. Nos deja en el aislamiento que evita inseguridades. Nos deja en la soledad que evita indiscreciones. Podemos abuchearnos e injuriarnos si decimos alguna estupidez. Pero, también, podemos aplaudirnos y vitorearnos si logramos expresar nuestra lucidez. De los mejores aplausos que uno puede llegar a levantar es el de uno mismo. Se oye muy bien. Vale la pena oírlo, vale la pena recibirlo y vale la pena convencerse de ello.
Para todos los generosos lectores, que el 2013 sea un año muy venturoso.
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