Consecuencias jurídicas imposibles de soslayar
Raúl Jiménez Vázquez
Semanas antes de la ceremonia protocolaria de entrega de la banda presidencial se produjo un verdadero aluvión de críticas contra el ahora expresidente Felipe Calderón por haber empleado las Fuerzas Armadas en el combate al crimen organizado, decisión que tirios y troyanos tildaron por igual de equívoca, insensata, dogmática e insensible. No es para menos, pues el saldo de la guerra antinarco no tiene paralelo en la historia de nuestro país: más de 90 mil vidas humanas segadas, más de 25 mil desaparecidos, más de 50 mil huérfanos y más de 250 mil personas desplazadas de sus lugares de origen.
Un halo de resignación empañó la relevancia que estos pronunciamientos entrañan debido a que quedaron circunscritos al ámbito de la mera descalificación ético-política, como si se tratase de un suceso cuya única implicación debe ser la repulsa colectiva, el oprobio social. Empero, más allá de la percepción generalizada de que esta siniestra acción gubernamental significó un rotundo fracaso, la determinación calderonista tiene consecuencias jurídicas imposibles de soslayar.
Primeramente, dada la intensidad y duración de la confrontación entre los milicianos y los cárteles de la droga, se dio curso a un conflicto armado de carácter interno regido tanto por el artículo tercero común de los cuatro Convenios de Ginebra como por los Convenios de La Haya, donde están plasmadas reglas protectoras nacidas de la costumbre internacional cuyas violaciones graves son constitutivas de crímenes de guerra previstos en el artículo 8º del Estatuto de Roma, tratado fundacional de la Corte Penal Internacional.
Esta abierta colisión con el derecho internacional humanitario es fruto directo e inmediato de un severo quebrantamiento de principios vertebrales de nuestra Carta Magna, lo que se corrobora con los importantes conceptos vertidos por el jurista José Ramón Cossío, ministro de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, en el marco de un debate sobre los alcances del fuero militar.
En esa ocasión el ilustre togado aseveró lo siguiente: I) en el artículo 129 constitucional se estatuye que en tiempo de paz ninguna autoridad militar puede ejercer más funciones que las que tengan exacta conexión con la disciplina militar; II) toda vez que no ha mediado declaratoria formal de guerra emitida por el Congreso de la Unión, ni decreto alguno para disponer de la totalidad de las Fuerzas Armadas, ni mucho menos se ha decretado la suspensión de garantías, el uso de las Fuerzas Armadas en labores propias de la seguridad pública es transgresora de los dictados de la Ley Fundamental, puesto que tal función está reservada a los civiles por el artículo 21 constitucional.
A lo anterior se añade la suscripción de dos pactos con el gobierno de Estados Unidos, la Iniciativa Mérida y el Acuerdo General de Seguridad Militar, los cuales jamás fueron sometidos a la ratificación del Senado de la República y cuyo contenido es totalmente opuesto a los principios rectores de la política exterior consagrados en el artículo 89, fracción X, de la Carta Magna, como la no intervención, la autodeterminación de los pueblos y el respeto a los derechos humanos.
Más aún, de acuerdo con el informe emitido por el Grupo de Trabajo sobre la utilización de mercenarios, dependiente del Consejo de Derechos Humanos de la ONU, el régimen panista además se comprometió a brindar inmunidad a los mercenarios o contratistas privados de origen estadounidense respecto a los delitos que perpetren en el territorio nacional.
Todo esto explica el crecimiento exponencial de los ataques a los derechos humanos atribuidos a los militares, cuestión de la que ya se están ocupando diversos órganos de Naciones Unidas, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos y el Tribunal Permanente de los Pueblos.
Ante una catástrofe de estas magnitudes es preciso decir no a la resignación y sí al imperativo ético y jurídico de la restauración del Estado de derecho. Ello implica llevar a cabo la rendición de cuentas, el otorgamiento de garantías de la no repetición de los hechos y las reparaciones integrales en favor de las víctimas. Hay que hacerlo oportunamente, antes de que instancias supranacionales, como la Corte Penal Internacional y la Corte Interamericana de Derechos Humanos, se avoquen al enjuiciamiento de este horrendo y dolorosísimo episodio que jamás debió suceder.
