¿Pero qué necesidad?

Raúl Jiménez Vázquez

La reforma constitucional vigente a partir del 11 de junio del 2011 fue un auténtico hito pues posibilitó el posicionamiento de los derechos humanos en el pináculo mismo del sistema jurídico mexicano, pero también lo fue en virtud de la elevada calidad de la técnica legislativa utilizada para ese propósito, la cual se despliega a través de tres ejes jurídicos.

El primero de ellos es el enunciado que estatuye que todas las personas gozarán de los derechos humanos reconocidos en los tratados internacionales de los que el Estado mexicano sea parte; el segundo consiste en el acogimiento del importantísimo principio pro homine, según el cual las normas relativas a los derechos fundamentales deben ser interpretadas de conformidad con lo previsto en dichos acuerdos supranacionales, favoreciendo en todo tiempo la más amplia protección a las personas; el último eje prescribe que todas las autoridades, en el ámbito de sus competencias, tienen la obligación de promover, respetar, proteger y garantizar los derechos humanos atendiendo a los principios de universalidad, interdependencia, indivisibilidad y progresividad.

Del tríptico en cuestión destacan I) el atributo de progresividad de los derechos humanos, lo que significa que poseen una indiscutible naturaleza expansiva y no pueden ser objeto de regresión o mutilación alguna, II) el principio pro homine,  fórmula adoptada en el plano internacional hace ya mucho tiempo y cuyo propósito es asegurar la preeminencia de las prerrogativas inherentes a la persona humana, aun en aquellos casos en los que pudiese haber disposiciones locales en sentido contrario. Esto implica que tratándose de derechos protegidos se debe poner en juego la norma más amplia o la interpretación más generosa; por el contrario, si se está en presencia de límites a su ejercicio lo procedente es aplicar la norma o interpretación más restrictiva.

A fines del año pasado, la solidez del entramado jurídico al que nos estamos refiriendo fue puesta en entredicho con la iniciativa que un connotado legislador presentó a la consideración de la Cámara de Diputados, en la que se está planteando la adición de un párrafo al artículo 1º constitucional que reza del siguiente modo: “De existir contradicción de principios entre esta Constitución y los tratados internacionales de los que México sea parte, deberá prevalecer el texto constitucional”.

La propuesta tiene varios asegunes. El más llamativo es el hecho de que las contradicciones que pudieren surgir en relación con los derechos humanos ya no serán dirimidas haciendo prevalecer el  principio pro homine, ni eligiendo la norma que brinde el máximo blindaje a las personas, sino atendiendo exclusivamente a la normatividad derivada de nuestra Carta Magna.

Detrás de este reduccionismo está latente la concepción de que los únicos derechos humanos existentes en nuestro país son los plasmados en la Ley Suprema de los mexicanos, percepción que sin lugar a dudas constituye un mayúsculo equívoco puesto que ahí no se encuentran consagrados todos los derechos humanos imperantes en el ámbito internacional, como el derecho humano a la verdad y a la memoria histórica, el derecho humano a la paz, el derecho humano al proyecto de vida, el derecho humano al desarrollo, por señalar algunos ejemplos.

Por otra parte, en el proyecto legislativo en comento se soslaya que los derechos humanos son inherentes a todo ser humano por el solo hecho de serlo, sin distinción de nacionalidad, sexo, color, religión o lengua; es decir, no son otorgados por el Estado vía la Constitución, sino que éste debe limitarse a reconocerlos. Por último se pierde de vista que pertenecen al universo de los principios ius cogens previstos en el artículo 53 de la Convención de Viena sobre el Derecho de los Tratados de 1969, esto es, se trata de normas imperativas de derecho internacional general aceptadas y reconocidas por la comunidad internacional de Estados, las cuales no pueden ser derogadas o limitadas en forma alguna y, por ende, los actos en contrario están sujetos a la pena de la nulidad absoluta, no pueden surtir efecto legal alguno.

Como se puede advertir, dicha iniciativa es notoriamente impertinente. Parafraseando al  Divo de Juárez cabe preguntarse: “¿Pero qué necesidad?”