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Adriana Cortés Koloffon

Canción de tumba, de Julián Herbert (xxvii Premio Jaén de novela), produce una sensación de vértigo en el lector, por el tema y la prosa. Narra la vida de Guadalupe Chávez, prostituta y madre del narrador que se encamina hacia la muerte, víctima de leucemia. El lenguaje individual de los personajes y el social, el de un México convulso, se cruzan en esta novela. —¿La escritura para exorcizar el dolor tan profundo que viviste durante la enfermedad de tu madre? —El arranque del libro fue muy pragmático: yo empecé a escribir en el hospital porque tenía demasiadas horas muertas mientras cuidaba a mi madre. En ese momento, no sabía que el texto que pergeñaba era el borrador de una novela, tardé un par de meses en entenderlo. Por eso la idea de exorcismo, incluso la idea de catarsis, me cuestan un poco de trabajo a nivel consciente: eso estaba ahí, quizá cuando empecé, pero luego noté que esto daba material para una novela, y ahí empezó otro tipo de trabajo: uno de índole técnica. Claro que al final todo se mezcla. —Hay una referencia explícita a La montaña mágica de Thomas Mann, ¿se vincula con Canción de tumba en tanto que ambas abordan el tema de la enfermedad individual y la social? —Ése, creo, es uno de los temas que más me han interesado siempre: la noción de que el mal como entidad física y como entidad moral discurren en una suerte de diálogo. Qué padre que notaste la cita de Mann: es, tal cual, la transcripción de un fragmento de La montaña mágica. Mann es uno de mis autores más queridos. —Recuerdo, en este sentido, Nadie me verá llorar, de Cristina Rivera Garza, donde la enfermedad social está ligada con la individual: la locura. —Por supuesto, ése es un gran libro y Cristina es una autora extraordinaria, una interlocutora con quien comparto muchos temas y preocupaciones. —Percibo la sombra de La montaña mágica asimismo en el cruce de géneros: crónica, ficción, autobiografía, cuento, ensayo, libro de viajes. ¿Cómo logras tejer con un hilo tan sutil todos esos géneros en una novela? —Te agradezco la lectura tan generosa. Creo que en última instancia se trata de una cuestión de enfoque: para mí eso es, eso ha sido siempre la novela, por otro lado, mi concepción de la literatura es muy mestiza. Me interesan los discursos como frontera formal. Un cruce de géneros pero también algo más: una crítica del lenguaje es en parte un proceso vital (está relacionado con los mecanismos neuronales) social y cultural, su base fisiológica es uno, pero su estructura como producto cultural es múltiple. —El hecho de vivir en el norte del país ¿influye en la experimentación de nuevas formas narrativas? —Supongo que siempre he visto mi experiencia biográfica como metáfora de mis experiencias mentales. Y viceversa. Estoy seguro de que algo tiene que ver, pero yo me andaría un poco con pies de plomo al respecto, porque últimamente hay una cierta vanagloria del Ser Norteño de la que no quiero participar: lo hice cuando tal cosa era políticamente incorrecto, pero ahora me suena un poco fácil. —Creo que realmente hay una propuesta estética original en los autores del norte, tal vez debida a las posibilidades de movilidad geográfica y al hecho de estar en un espacio fronterizo… —Coincido también. Creo, por otro lado, que la relación que tenemos con alguna literatura norteamericana es muy distinta a la que tienen en otras zonas de la lengua española. Por ejemplo: Sam Shepard y Cormac MacCarthy o Barry Gifford me resultan súper cercanos en términos de paisaje, de ciertos enfoques, de costumbrismo, incluso de ciertas estructuras temporales. Para mí es como si fueran escritores de mi país, de mi tradición. —¿Y el boom? ¿Rulfo? —Los quiero, pues… pero eran como que las lecturas de la escuela, ¿no?… En cambio con mis amigos o maestros (por ejemplo Jesús de León) leía a Cabrera Infante, a Manuel Puig, cosas distintas. Esa es la literatura latinoamericana con la que me identifico: Ribeyro, Sarduy, cosas así. —¿Te consideras un autor vanguardista? —No precisamente, porque existe una larga tradición al respecto… más bien me considero lector de eso que Josu Landa denomina un “canon reticular”: una tradición construida mediante diversos reciclajes; en realidad trabajo más bien como un autor anticuado, premoderno: pensando más en los materiales estéticos que en las formas censadas por la academia y/o la crítica. —Canción de tumba me recuerda a Las 1001 noches donde Julián interrumpe el relato principal y narra un viaje a Cuba y otro a Berlín sin que se lean como “pegotes” en la novela sino como parte de la misma narración, ¿cómo consigues este efecto? —Primero: creo que esa es la zona más conflictiva del libro (para mí y para quien lo lee): algunos lectores (por ejemplo, Diego Rabasa) me han dicho que ahí es donde el relato sube; otros, por el contrario (entre ellos algunos críticos), consideran que el pasaje cubano (entre otras digresiones) traiciona la historia central. Para mí se trata, en última instancia, de cuestionar al lector con la misma libertad que él puede cuestionarme como autor, ¿no?… En igualdad de circunstancias. En otras palabras: yo no iba a arriesgar el pellejo y la memoria y a exponerme así para darle al lector una novela peladita y en la boca. Si eso es lo que el lector necesita, que lea a Laura Esquivel. En pocas palabras: creo en ese efecto que intenté. supongo que lo primero que necesitas, como autor, es creer estéticamente en lo que estás haciendo. —Los pasajes alusivos a los viajes ¿a qué intención estética responden? ¿Quizás a un distanciamiento del lector respecto de la narración para evitar el exceso de sentimentalismo? —Ése es uno de los motivos: el distanciamiento brechtiano. Otro, la noción de que yo no quería excluir el concepto sociológico de “campo literario” por cuestiones de verosimilitud: el personaje-narrador es un escritor, está todo el tiempo analizando su propia técnica, así que tenía que construirlo como tal: como escritor. Y qué flojera describirme a mí mismo mientras escribo, preferí describirme mientras viajo. Hay ahí además (sobre todo en el pasaje cubano) una cuestión de lógica interna para el relato: todo este pasaje desemboca en un episodio psicótico del personaje: tiene un efecto central en la trama, porque es el preludio de la muerte de la protagonista. No es sólo una digresión, es una metáfora del desgaste mental producido por la enfermedad. —Julián, el narrador, dice inclusive que tiene alucinaciones. ¿Qué sentías al escribir esta novela? ¿Escribes realmente en un cuaderno rojo? —¡Jajaja! Qué padre pregunta. La referencia al cuaderno rojo es un homenaje secreto a Paul Auster. No estoy muy seguro de lo que sentía mientras estaba escribiendo porque el libro se escribió en muchas capas: son como manos de pintura. El primer manuscrito era muy mecánico. Recuerdo que hubo un momento (justo cuando estaba escribiendo el pasaje cubano, que es cuando murió mi madre) que era muy doloroso, no podía avanzar… luego, a principios de 2011, me encerré en una casita que mis amigos Mario y Mabel tienen en Lamadrid, un pueblo de Coahuila. Y lo que sentí ahí es inenarrable: sentí que estaba escribiendo por primera vez. Y ahí terminé el libro. —Este párrafo alusivo al último apretón de Guadalupe Chávez es lapidario: “Era un apretón sin agradecimiento, sin resignación, sin perdón, sin olvido: sólo un perfecto reflejo de pánico. Ése fue el único ladrillo de educación que me legó Guadalupe Chávez. El más importante de todos”. —Hay un efecto retórico: yo no quería describir tanto mi sensación al quedarme huérfano, sino que el lector viera a un personaje al que ha acompañado durante doscientas páginas. Procuré entrometerme lo menos posible. Por otro lado, la escena tiene una fuerte carga de nihilismo. Y eso es algo que me importaba decir como autor, como personaje, sobre todo después de narrar el nacimiento de mi hijo: soy (o al menos lo es el tipo que aparece en la novela) un “wey” que ama la vida a pesar de asumir que ésta carece de sentido.