Guillermo Samperio
Caminaba solitario pegado a la cerca de finas tablas barnizadas mientras la noche se hacía más negra debido a que la luna se había perdido tras las montañas del oriente y esa oscuridad intensificaba el torbellino de pasiones en el cuerpo del marinero desde sus pies, al fin en tierra, hasta su frente, quien se negó a subirse al navío a pesar de que el capitán le rogó largo tiempo para treparse al barco y hasta le reconfirmó que era su hombre indispensable entre el montón de marineros, que era su mano derecha, pero el contramaestre se negó rotundo, ya que se había prometido quedarse en aquel puerto pequeño a pasar las vacaciones que tanto se había prometido y le dijo al capitán que no era displicencia ni terquedad, sino que los años de sortear olas descomunales, como si la vieja nave fuera una fatigada montura, ya le habían pedido un buen descanso y que este lugar le gustó por su calma, el clima apenas cálido y la intimidad serena que percibió apenas sintió a su gente, lleno de ancianos, sin contar que en uno de esos días de descarga y vuelta a cargar, cuando buscaba un hotelito que le viniera bien a sus modos, cuando a través del breve cristal de un restoransito elegante unos ojos de mujer le tomaron una instantánea, o al menos eso supuso, y que al regresar, luego de una media hora de mirar aquí y allá, por la misma calle estrecha, la mujer pelirroja lo divisó antes de subir en un automóvil verde brillante, de largas y abombadas salpicaderas; vio que la mujer anotaba algo en un papel que dejó caer al suelo antes de subirse al carro por la puerta la trasera y de que un hombre negro cerrara la portezuela y luego caminara a la suya y se pusiera al volante, lo echara a andar y diera vuelta de inmediato en la esquina donde se perdieron las gruesas defensas, cuyo cromo de platín brillaba más que las mejillas del negro, luego caminó hasta donde había estado el auto y recogió el papelito; que lo disculpara de hijo a padre y que en ese breve puerto esperaría la tornavuelta del Judith, nombre que siempre ha llevado la chatarra de barco, despidiéndose de sus demás compañeros, un abrazo de luchadores entre el capitán y el contramaestre, quien se echó a caminar, tomando el primer callejón que lo llevara a la breve ciudad para caminarla hasta la noche, ir al encuentro de un sitio clandestino donde pudiera beberse un par de cervezas y uno que otro whisky, y llegar luego, anochecido, junto a esa cerca elegante, cargando su mochila de marinero, ante la casa enorme de techo de dos aguas color ladrillo, luces discreteas en el jardín, tocar la campana, ver salir a una negra de no mal cuerpo, cuyos ojos brillaron en esa oscuridad y quien lo instaló en una sala donde prevalecían las tonalidades verdes pálidas y lilas entre algunos abanicos y biombos orientales, y ver entonces bajar a la mujer de ojos verdes, labios prominentes con bilé rojo intenso, facciones finas, ataviada de un quimono rojizo con figuras de hojas amarillas y menudas aves dispersas y una especie de gran samurái, con espada en mano, a cada estribor de la bata, en tanto la mujer, acomodándose un leve mechón pelirrojo, tomó asiento junto al contramaestre y le dijo: no quiero saber tu nombre: yo te voy a bautizar de nuevo y así te llamarás en esta casa que será tuya el tiempo que permanezcas en ella, pero si el nombre con el que te bautice es el tuyo, guárdatelo, no me lo digas; con un tris de dedos blanquísimos y delgados hizo venir al negro, de chaleco a rayas negras y bruñidas, que manejaba el automóvil, quizá modelo ’23, pero que ahora empujaba un carrito cargado de diversos tipos de licores, aunque en el país estuviera prohibido su consumo; ella adivinó que el marinero deseaba whisky sólo con hielos, se lo preparó, giró los hielos dentro del vaso de cristal fino y se lo alargó con coquetería, mientras se alcanzaba a escuchar un cerrar de puertas, despidos en voz baja y luego un hondo silencio, lo que le dio a entender al marinero, hombre desde luego musculoso, no tan guapo pero con facciones angulosas, a lo Dick Tracy, las que con seguridad fueron la perdición de la dama al distinguirlas por la ventanita quien, sin esperar la siguiente bebida, ya que notó que él había bebido antes de llegar, se abrazó al hombre con vehemencia, besándole la cara, le abrió la camisa y le besó la musculatura, le desató el cinto, abriéndole el pantalón y sumergiendo la cara entre los muslos del contramaestre, quien ya tenía el sexo erguido y las venas del mismo exaltadas; ella se entretuvo unos instantes en acariciar con la lengua el miembro y a momentos metiéndoselo a profundidad para, después, enderezarse y desvestir al marinero de pies a cabeza y luego ella se despojaba de raíz el kimono, mostrando un muy caucásico cuerpo equilibrado, cintura delgada y lo demás un tanto sobrado y firme, convirtiendo la alfombra rojiza en la mayor cama en que hubiera estado el marinero, ven, Richard, vamos a empezar, dijo ella mientras se ponía bocabajo con las nalgas paradas, esperando que Richard (en verdad su nuevo nombre) se acercara; al sentirlo ya de pie tras ella, le dijo que no necesitaba explicarle por donde le introdujera, en primer acto, esa verga maravillosa; la pelirroja recargó un lado de su cara contra la alfombra, sosteniéndose, se llevó las manos hacia las nalgas y con los dedos las abrió más en el sitio del ano, ¿te queda claro, Richard?, imaginando ella esa verga después de tantas noches solitaria en ese estúpido pueblo y la cual le prometía, no recordaba cuántas ocasiones, las de otros viajeros marítimos y la extensa temporada de perversión que se avecinaba…

