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El Rector de la UNAM José Narro, flanqueado por las escritoras
María Luisa Mendoza y Beatriz Espejo

 

Enrique Mendoza

Felicito a mi Alma Mater, la UNAM, a sus autoridades y, de manera especial a su rector, Dr. José Narro Robles, que apoyó este homenaje a una gran escritora.

Me es grato compartir esta mesa con Beatriz Espejo, Miguel Sabido, entrañable amigo desde sus primeras incursiones en la poesía y su triunfal carrera en el teatro y con nuestro moderador Sealtiel  Alatriste.

María Luisa Mendoza ha aportado a la literatura varias obras maestras. Y no me limito a la literatura nacional porque los escritores de talento trascienden fronteras.

Hace tiempo leí una antología editada en Alemania sobre literatura latinoamericana y los únicos escritores mexicanos que ahí aparecían eran María Luisa Mendoza y Juan Rulfo. La elección de estos autores no hubiera sido posible aquí, donde abunda la envidia en nuestra república de las letras.

Todo mundo sabe quien es María Luisa Mendoza, La China, para quienes tenemos el privilegio de su amistad. Su brillante labor en la televisión, sus ágiles comentarios periodísticos, su destacada acción en la política, la han convertido en un carismático, reconocido y respetado ícono de nuestra cultura.

Estoy aquí para intentar transmitirles la comunión que produce la lectura de sus obras, de comunicarles esa placentera experiencia, de persuadirlos de lo mucho que han ganado sus lectores apropiándose del universo de esta gran escritora que hoy homenajeamos.

Afirma Marcel Reich-Ranicki, biógrafo de Thomas Mann, que al terminar de leer una gran obra no somos los mismos que cuando la empezamos; nos abre las puertas de la percepción, que diría Huxley y el gozo de aprehender otras dimensiones.

De esa deuda de amor debiera surgir la verdadera e incitante labor de la crítica que, infortunadamente, en México es burlona y quisquillosa, tiene vocación de enterradora más que de panegirista y ha sido ciega en la valoración que merece la obra de María Luisa Mendoza.

Salvo muy respetables excepciones, los críticos están vinculados por el culto de los éxitos publicitarios y dedicados a elogiarse mutuamente. Como consecuencia, no hay puntos de referencia válidos para establecer comparaciones y saber si vale la pena leer lo que recomiendan.

A ello se añade la falta de lectores. Los lectores potenciales, en escasísimo número, están en la clase media, hoy en proceso de extinción. Y los pocos que leen lo hacen en traducciones de “best sellers” o de “obras maestras” condensadas, lo cual no es raro, porque estamos rodeados de un nuevo analfabetismo fomentado por la televisión comercial.

La lectura está pasando por un proceso de mutación. Nosotros somos quizás los últimos lectores tradicionales. La lectura es una actividad costosa, en cuanto a las habilidades y el tiempo que requiere. El desciframiento de una superficie escrita exige una atención intensa y concentrada durante un lapso relativamente largo. Miramos el texto y miramos dentro del texto.

En estas condiciones el auténtico escritor  va siempre contra la corriente y sólo le sostiene la satisfacción oculta que proviene de dar forma a la vida mediante el lenguaje y de saber que de todos los personajes que crea, los mejores son sus lectores.

Hace muchos años, antes de conocerla personalmente, comenzó mi deleite leyendo el comentario que con el pseudónimo de Cathay, inventado por  Nikito Nipongo, escribía María Luisa en el periódico Zócalo.

Alfredo Kawage, su director, me contó –ya lo he narrado otras veces- que había irrumpido en la redacción para preguntar quién había leído a Marcel Proust. La única mano levantada  fue la de La China. De esto hace casi 60 años.

Somos pues, amigos desde “endenantes”, como ella diría. De entonces también data mi conocimiento de sus primeros personajes, algunos de los cuales he adoptado como parte de mis seres queridos literarios donde, igual que en toda familia respetable, conviven individuos luminosos, intensos, decadentes e inspiradores de piedad como Gustav von Aschenbach, el de Muerte en Venecia, soñadores como el Demian de Hesse, atormentados hasta la locura como Raskolnikof, neblinosos como los de Knut Hamsum, cursis como la señora Bovary, elegantes como la condesa Guermantes, sufrientes como Ana Karenina, o misteriosas y crueles como Justine o Clea de Durrell.

Decía que, trato con simpatía familiar a los personajes de María Luisa, y una de mis preferidas es Ausencia Bautista, asesina del hombre que amaba, encarnación del inconsciente colectivo de la mujer mexicana que desea y sueña en la muerte del hombre que la hace sufrir.

He recorrido lentamente, disfrutando paso a paso, los escenarios de sus novelas, a veces lugares fastuosos de recargado ornato, al pie de una de sus doradas columnas Visconti, el del Gatopardo y Livia  o Bertolucci el del Inconformista, nos guiñan el ojo, o escenografías, cuyo arte también domina María Luisa Mendoza, donde, repentinamente, aparece una Delphine Seyrig guanajuatense, salida del Año pasado en Marienbad.

Todo ello contado y cantado espléndidamente, porque lo que ella escribe, debe leerse en voz alta para apreciar ese torrente sonoro cuyos ecos se reproducen como las notas de un órgano en una catedral solitaria. Probablemente, creo, de ahí viene el calificativo de barroco atribuido a su estilo, ¡claro! , el gran barroco polifónico de Purcell, Scarlatti, Telemann o Torelli.

Desde el primer libro de María Luisa Mendoza, su prosa, fluida, plástica, musical, lujo de la prosa castellana, desborda de asombros y resplandores y cobra poder y algazara de río, al evocar los instantes de plenitud de su rica intimidad guanajuatense. Por el sabio poder de la palabra, en sus universos destellantes, historias y personajes viven intensamente.

Sus letras poseen la minuciosa fidelidad pictórica de su paisano Hermenegildo Bustos y cuando ha querido, la transparencia e inmensidad de los cielos de Velasco. Ha reinventado los mitos e ilusiones de su generación, ha captado las frustraciones de nuestra pretenciosa clase media, en tragedias implícitas en la precariedad de la condición humana, en lo que Henry James denominaba la “imaginación del desastre”, si bien atemperadas por la buena educación y la tradicional fe católica, como en esas señoras jóvenes y rubias de Chejov, de sombrilla y polisón, que pasean al atardecer por el malecón de Yalta, o en una lejana ciudad de Crimea a orillas del Mar Negro.

Ningún corsé ideológico ha sujetado a nuestra escritora. Cuando comenzó a escribir ya había quedado atrás el llamado “mensaje social” que celebraba la esforzada vida del trabajo, los dolores del proletario, encomiaba las costumbres autóctonas, las tradiciones pintorescas, los temas folklóricos, “esta cosa fuerte y entrañable”; el “cosafuertismo”, trampas terribles que atraparon y frustraron el talento de muchos escritores.

María Luisa es una escritora comprometida, pero con la vida y con su pensamiento y nada que provenga de la condición humana le es ajeno, -Plauto-  en su esfuerzo por imponer un orden y una interpretación al caos de la experiencia. Sabe que el compromiso de las letras comienza en el artista y obedece a sus más inmediatos intereses y a los mediatos de su destino. Porque entiende que todo paso por la tierra, aun el más oscuro, y su consecuencia moral e intelectual cuentan por razón del compromiso que le da sentido el importante, el intransferible compromiso de existir.

Conocedora de los complejos pliegues del alma humana, en cada narración suya se repite el prodigio de que lo nombrado adquiera vida, mediante esa operación, todavía inexplicada, en el cual el lector viaja en el tiempo y se instala en otro mundo, más real que el que lo rodea. Maria Luisa Mendoza consigue siempre que sus lectores sean lectores de sí mismos, ofreciéndoles la forma de apreciar lo que, sin sus libros, tal vez, nunca podrían haber experimentado.

Sus amigos y lectores cercanos hemos sido testigos de su dinámico madurar interior, así como de la destreza, producto de interminables días de angustiante trabajo que le ha dado el ejercicio de su profesión.

En su obra no hay desequilibrio entre la representación de lo humano y su honda participación en ello. Escribe con pasión, entrega y angustia porque su enorme vitalidad se ha regido por los principios del amor, que nada tiene que ver con los de otros escritores que, como Simón el Estilita, viven en el tope de una columna, rodeados de vacío humano, ignorando al resto de sus congéneres.

Se aprecia en lo que escribe el golpe de la vida, tal como arroja su descarga en los sentidos y luego la reacción mental, la reflexión que viene como consecuencia y define, en su caso, la creación estética. Ese es el mecanismo esencial de la literatura, tal como se ha practicado desde San Lucas y Jenofonte hasta Bernal Díaz del Castillo, Galdós, Machado, Borges o García Márquez. Por la índole de los temas que aborda, imagen y representación de una misma plural y dramática peripecia, la del hombre y su destino, puede decirse que María Luisa Mendoza es una gran “sentidora”, no una sentimental. En lo cual hay una gran diferencia.

Es una escritora realista, en oposición, que bajo mi responsabilidad establezco, a quienes conciben la literatura como pretexto para improvisar doctrinas y teorías, lucubración sociológica y política o de cualquier otro contenido, tan pretendidamente docta como ajena al verdadero y concreto respirar del aire literario. Nada tan execrable como la novela de ideas.

Las influencias confesas de Maria Luisa Mendoza incluyen un extenso catálogo de innovadores escritores del siglo pasado y del XIX. Desde luego Proust, pero también Carpentier, Borges, Alfonso Reyes, Martín Luis Guzmán, Octavio Paz, Dickens, Melville, Dostoyevsky, Tolstoi, Zola, Anatole France, Henry James, Marguerite Yourcenar, Jules Renard, Marcel Schwob, Jane Austen, Virginia Wolf, Faulkner, Dos Passos y, particularmente, Vladimir Nabokov. Sobre este último le he oído comentarios casi tan entusiastas como los que tiene para su amado Proust. Últimamente se ha declarado admiradora de Henning Mankell.

Apasionada cinéfila y gente de teatro, en algunas ocasiones nos deja vislumbrar en sus obras centelleos de evocaciones cinematográficas. Su pluma convertida en cámara “panea” lentamente y aparece en blanco y negro Gary Cooper, o surge Arturo de Córdoba, impersonando al conde de Montecristo, mediante la recordación de un personaje, recurso mejor que el de cualquier película surrealista de Buñuel.

He imaginado que los personajes femeninos de María Luisa Mendoza tienen rasgos de Jeanne Moreau, Mónica Vitti, Anouk Aimée o Annie Girardot. Y que sus tramas se desarrollan con el moroso ritmo de La Notte de Antonioni y con las manías sexuales de los folletines quintaesenciados e intelectualizados de Ingmar Bergman.

Como lector, uno tiene derecho a identificarse con la mente que creó el libro, con el mundo concreto imaginado por el escritor. Por esa razón diría que en las novelas de María Luisa Mendoza hay también una iluminación que se corresponde con los ambientes emocionales de lo que nos cuenta. Una claridad que se modera con las sombras del atardecer y que en la variedad de sus diferentes atmósferas, sobresalen nítidamente, los perfiles de sus personajes y los minuciosos detalles de sus vidas, envueltos en una especie de iridiscencia, propia de los sueños muy intensos.

Amor y Lujo, título de una de sus novelas más afortunadas, podría ser la divisa vital en el escudo de armas de María Luisa Mendoza.

Su obra toda, refleja la brillante armonía de un gran ideal estético, se vuelca en ella su maestría y experiencia de gran escritora al contemplar la perfección que se desprende de su prosa, expresión de su voluntad de claridad, orden y elegancia, características de una escritora genial como a la que hoy rendimos homenaje.

México, D.F. 31 de agosto de 2011


[i] Facultad de Derecho de la UNAM. Actualmente es Director del Archivo Histórico y Memoria Legislativa del Senado de la República.