Fin de año

Guadalupe Loaeza

Siempre he sostenido que, después de París, la ciudad más bonita del mundo es Oaxaca. Pero ahora digo, con toda la contundencia del caso, que Oaxaca, junto con París, es la capital más bella del planeta. Créanme que no miento, ni exagero.

Acabo de estar allí, estuve dos días y se los juro que ya no quería regresar al Distrito Federal. Quería comprar una casita, un terrenito, un jacalito, una suite chiquita o, mínimo, un loft pequeñito para poder pasar largas temporadas en la ciudad de mis amores.

Durante mi corta estancia, quería pedir en los restaurantes los siete moles y, al mismo tiempo, correr al mercado para comer unos tacos deliciosos de chapulines.

Quería que esos dos días duraran 48 horas para visitar iglesias, museos, archivos, tiendas de artesanías, plazas y bibliotecas de todo el estado. Quería ir a ver a Francisco Toledo para ayudarlo con el tapiz que debe entregar cuanto antes para la Biblioteca Carlos Monsiváis.

Quería ir al convento de Yanhuitlán del siglo XVI para ver el claustro restaurado, los retablos y el museo que hizo el INAH.

Y, ya estando allí, quería visitar, a tan sólo 30 minutos de distancia, la extraordinaria capilla abierta que se encuentra en el convento de San Pedro y San Pablo Teposcolula.

De regreso a Oaxaca, quería visitar otra joya del siglo XVI, el convento de Coixtlahuaca. Quería conocer la casa donde habían vivido mis antepasados, los que pertenecían a “la raza de valientes”, y platicar con los bisnietos de los que habían sido sus vecinos.

Quería escuchar toda la música de Macedonio Alcalá y cantar los boleros de Alvaro Carrillo. Quería tocar a la puerta de la casa de Margarita Maza y preguntarle dónde podía localizar a su marido, porque sabía que Juárez nunca había muerto.

Quería beberme todo el mezcal de Santiago Matatlán, la capital mundial del mezcal. Quería transformarme en un alebrije, convertida en gacela, como los que crea Noel Martínez Villanueva, y correr por los corredores de Santo Domingo.

Quería comprar media docena de máscaras creadas por Alejandro de Jesús Vera Guzmán y comprarle la de María Lencha. Quería comprarme unas arracadas de filigrana ¡¡¡enooooormes!!! como las que hace don Delfino García Esperanza con ese alambre tan finito de plata.

Quería tomar un taxi y rogarle que me llevara volando a San Pedro Amuzgos para adquirir uno de los maravillosos huipiles que bordan las manos expertas de Eva Hernández Tapia.

Como de rayo, quería dirigirme a Teotitlán del Valle, a las faldas de la Sierra de Juárez, y comprarle un par de velas ornamentadas con flores.

No podía regresar a México sin llevarle a mi hija Lolita un cinturón de piel de charrería con adornos de pita de maguey, como los que fabrican en Juxtlahuaca.

Y, por último, quería ir al Mesón de la Soledad para entrevistarme con doña Petrona y decirle que muchos mexicanos quieren que regresen a Oaxaca los restos de su hijo, don Porfirio Díaz.

¡Dios mío, cuántas cosas quería hacer en Oaxaca! De todos los estados de la república, éste es el que más me inspira, seguramente se debe al alto porcentaje de sangre oaxaqueña que recorre por mis venas.

Dice Carlos Tello que su bisabuelo, don Porfirio Díaz, hablaba mucho de Oaxaca antes de morir. Que tenía planeado regresar para trabajar en una hacienda platanera. “Me dará con qué vivir mientras muero”, solía decir. Lo que más recordaba era el Mesón de la Soledad, en donde acostumbraba jugar de niño con su hermana Manuela.

Durante su exilio en París, lo que más extrañaba don Porfirio a la hora de la comida era la cecina y el mole negro.

Desde aquí, feliz de la vida y totalmente en paz, les deseo a todos los lectores de la revista Siempre!, lo mejor para el año 2013.