Arrigo Coen (Pavia 1913-México 2007)
María Eugenia Merino
Difícil hablar de alguien a quien uno ha querido y admirado pero que no está ya más entre nosotros, por usar el lugar común que Arrigo me perdonará porque siempre fue muy bueno conmigo, aun cuando me equivocara y mereciera un coscorrón —que nunca me dio.
Arrigo Coen fue primero, formalmente, mi maestro, por unos meses. En ese breve lapso, supo comunicarme el amor por las letras y por la corrección en el hablar y el escribir. Con él aprendí que los asuntos referidos al lenguaje no tienen por qué ser aburridos. Recuerdo sus clases: ya sea que viniera al caso o que no tuviera nada que ver, de pronto se ponía a recitar algún poema o a cantar el aria de una de esas óperas que tanto disfrutaba y que de seguro aprendió de su madre, la inigualable contralto (algunos dicen que mezzosoprano) duranguense Fanny Anitúa, la primera mujer que cantó en la Scala de Milán e hizo varias giras con el Gran Carusso.
Pasaron varios años antes de volver a encontrarlo, esta vez como colega en la Escuela de escritores de Sogem, en una de las comidas para los maestros, aunque él hubiera preferido que dijera profesores, pues con gran humildad decía que él sólo era un profesor.
Me sorprendió muchísimo verlo: de aquel hombre robusto, rebosante de vida y energía, de mejillas siempre coloradotas como manzanas —como lo recordaba—, ahora lo veía pequeño, encorvado, anguloso, delgadísimo, tanto que el traje parecía demasiado grande para él. Me acerqué a saludarlo, y para mi sorpresa —pues la cortesía era cuestión de cuna en él— no se levantó de su lugar ni siquiera cuando tomé asiento a su lado.
Al término de la comida supe el porqué de su descortesía: Arrigo tenía necesidad de usar andadera desde que sufrió un accidente; y sin embargo, en la escuela subía las tortuosas escaleras apoyado en ella, sin permitir que ningún acomedido alumno lo ayudara, y con energía, pero sin rudeza, decía, “No, gracias”, o como recuerda Memo Vega: “¿Acaso yo le pedí que me ayudara? Si no le piden ayuda, no tiene por qué darla”. Se negó a usar el salón de clases del primer piso aduciendo: “Despacio, pero llego, por eso vengo media hora antes”.
Yo fui más afortunada; en esas comidas en Sogem (Navidad y el Día del Maestro), me permitía la única ayuda que aceptaba: caminar a su lado para subir o bajar escaleras, o al taxi, para que pudiera sostenerse con la mano sobre mi hombro sólo en caso de necesitar apoyo.
No voy a hablar de su enorme erudición, ni de su sorprendente memoria, ni de sus vastísimos conocimientos… todo eso ya lo sabemos. Yo voy a hablar de mi Amigo, pues para entonces Arrigo ya era mi Amigo; sí, Amigo con mayúscula porque la amistad en él era grande, generosa y desinteresada.
Cundo terminé mi libro Escribir bien, corregir mejor y antes de entregarlo a la editorial, me atreví a pedirle que le echara un vistazo y me diera su opinión. Tomó el manuscrito y dijo que lo vería. Pasaron las semanas y… nada. Por fin, un día, cuando yo ya empezaba a desesperarme, me dijo que “tenía algunas observaciones”.
Durante varios meses, los miércoles —el día que él daba clases— solíamos comer juntos y comentar sus observaciones, y después lo llevaba a la escuela a tiempo para su clase de linguística.
Comíamos en Potzolcalli, cuando tenía vales, y cuando traía algún dinerillo —Alicia Quiñones, una exalumna, recuerda: “incluso [Arrigo] llegó a platicarnos cómo era su economía familiar y cuánto porcentaje destinaba a su esposa de todo su salario (el ciento por ciento)”—, íbamos al André o al Roosevelt, donde me presentó a uno de sus hijos, quien le acababa de reglar un frasco de trufas negras que no quería soltar ni para comer, disfrutando de antemano el placer, porque Arrigo siempre fue de muy buen diente; también me invitó a un restaurante español en el centro, para presentarme a Andrés Henestrosa.
Durante esas comidas, Arrigo iba diseccionando mi manuscrito, lleno de sus anotaciones, y preguntándome por qué había escrito tal o cual cosa. A veces discutíamos sobre algún asunto en especial y, por supuesto, él ganaba casi siempre —aunque alguna vez pude convencerlo de lo que yo creía, después de sufrir, pues debía fundamentar mis motivos—, o me ponía un cuatro con una pregunta capciosa.
Así, entre comida y comida, charla y charla en la escuela, sugerencias y anotaciones, Arrigo terminó por revisar exhaustivamente el manuscrito, y todavía, en el colmo de su maravillosa generosidad, me escribió un puntual y elogioso prólogo, así como un texto para leer en la presentación cuando el libro se publicó.
Cómo no voy a estarle agradecida, si eso que él llamaba propiedad idiomática fue un término heredado para el subtítulo del libro —Corrección de estilo y propiedad idiomática— del que acabé por adueñarme vilmente para mis cursos, aun cuando fue con su consentimiento y bendición, y que alguna vez, bromeando, me decía que teníamos que patentarlo para que otros no lo usaran —que sí lo han hecho, y desafortunadamente en la misma escuela donde ambos dimos clase.
Una Navidad le regalé un animalito de peluche, más bien de tela: un burrito, para que siempre recordara a la más burra de sus alumnas. Después me dijo que lo había colocado en su recámara, sobre un mueble, bien visible, para acordarse de que le faltaban muchas cosas por aprender. Ése era Arrigo.
La comida de Navidad de 2006 sólo pudimos compartir un rato platicando porque mi hija —que también fue su alumna— y yo teníamos un servicio de catering y debíamos atender una cena baile de fin de año; Arrigo incluso me dio la receta para unos bocadillos. Ese día brindamos por nuestra incipiente “empresa”, y nos sugirió cambiar el nombre: en lugar de Assagiare (verbo), usar Assagio (sustantivo) —lo cual hicimos sin pensárnoslo dos veces— y nos deseó mucho éxito. Nos dimos un abrazo… y no volví a verlo.
El viernes 12 de enero de 2007, a unos días de empezar los cursos y a sólo cuatro meses de cumplir 94 años, Arrigo se fue.
Cómo no voy a extrañarlo si cuando no le tocaba dar clases, yo podía llamarlo a la Asamblea Legislativa para consultarlo sobre tal o cual palabra, con la seguridad de que me resolvería la duda, así lo hizo muchas veces. Ahora, en el mejor de los casos, tengo la Gramática, la Ortografía, el Panispánico, las Minucias…, vamos, ¡hasta Wikipedia!, pero ya no tengo a quién llamar para decir: “Arrigo, tengo una duda…”
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