La renuncia de Benedicto XVI a la cátedra de San Pedro es también una protesta y una denuncia. Es la mejor vía que encontró Joseph Ratzinger para hacer pública la descomposición de la Iglesia y la vida interna del Vaticano.
Evidencia no sólo la magnitud de una crisis que parece no tener parangón en la historia moderna, sino la debilidad política de un papa para hacerle frente y resolverla a través de los mecanismos jurídicos vaticanistas para mantenerla bajo control.
Es imposible que el mundo, tanto el católico como el que no lo es, permanezca ajeno o indiferente a la renuncia de Ratzinger. ¿Por qué? Porque además de ser un síntoma de descomposición institucional, anuncia que la lucha por el poder entre las diferentes fuerzas internas del Vaticano se ha convertido en una guerra sucia que amenaza la unidad de la Iglesia.
El mismo papa, dos días después de haber renunciado, acusó: “La Iglesia aparece en ocasiones con el rostro desfigurado por los atentados contra su unidad”.
Tal vez nunca conozcamos las causas precisas de su decisión, pero ante una prensa que siempre le fue hostil y que, a diferencia de Juan Pablo II, no supo manejar, Benedicto XVI recurrió a un par de periodistas alemanes para decirle al mundo quién era y cómo pensaba.
Desde el primer día en que asumió el cargo y desde las primeras entrevistas que concedió, dejó ver que no duraría mucho en el trono de San Pedro. El 24 de abril de 2005, con motivo del inicio de su pontificado, Ratzinger pronuncia en una homilía la frase “rogad por mí, para que, por miedo, no huya ante los lobos”. El periodista germano Peter Seewald le pregunta si con ello quiso advertir sobre los riegos que corría su pontificado.
Ratzinger le da vuelta a la respuesta, pero dejar ver que no hubo consenso en su designación, sobre todo en las que calificó como “fuerzas destructivas”.
Más que su origen nazi, un pretexto que utilizaron esas “fuerzas destructivas” para estigmatizarlo, haber sido prefecto de las Congregación para la Doctrina de la Fe, equivalente al Santo Inquisidor de la Edad Media, obligado a vigilar la correcta aplicación de la doctrina católica y el comportamiento de la comunidad sacerdotal, debió haberle llevado a ganar una gran cantidad de enemigos.
El cardenal Norberto Rivera dijo que Benedicto XVI tuvo que enfrentar “hasta traiciones”; podría agregarse que hasta venganzas. El papa renunciante tiene una sólida formación teológica que lo hace riguroso y hasta radical en la toma de decisiones. No es un blandengue y menos un “relativista”, término que utilizó para hablar de la crisis de valores tanto en la sociedad moderna como dentro de la Iglesia.
“La Iglesia también se ha contaminado de relativismo moral”, y tan pensaba así que el 19 de mayo de 2006 pide al jefe de los Legionarios de Cristo renunciar “a todo ministerio público”. Para el sumo pontífice, Marcial Maciel era una figura enigmática. “Por una parte —dijo—, una vida que, por ahora sabemos, se encuentra fuera de la moralidad, una vida de aventuras, disipada, extraviada. Por otra parte, vemos el dinamismo y la fuerza con la que construyó la comunidad de los Legionarios”.
Las paredes siempre gruesas e impenetrables del Vaticano —con todo y vatileaks— impiden conocer el enjambre de ambiciones y de corrupción que se dejen en su interior. Lo único cierto es que la renuncia de Joseph Ratzinger también debe ser interpretada como una advertencia al mundo católico para que encabece una revolución dentro de la Iglesia, renueve sus cimientos y expulse a una mafia que se ha “apoderado de Cristo.”