Pável Granados

 

Prólogo al libro de María Elena Leal

Lola Beltrán sobre el escenario. Parece venir de lejos, de un pasado lejano (o quizá más o menos próximo), ha recorrido los distintos matices de un repertorio inmenso y todas las variedades de los ademanes para interpretar una canción; su voz ha ido de lo desgarrado a lo íntimo, y de pronto, el tiempo se ha detenido para que su imponente vestido pueda ser apreciado como una escultura instantánea pero permanente, un monumento a la música que pasa rápidamente pero que perdurará por siempre. Éste es un recuerdo de Lola, un recuerdo que no tengo personalmente pero que todo mundo conoce, el de la cantante que llegó a Bellas Artes y que abrió a la canción popular mexicana el recinto más estricto. Es una escena fundamental por su significación, pues hay que explicar que antiguamente había un prejuicio que intentaba separar la alta cultura de la cultura popular y que tenía reglas tan duras que impedía que los poetas escucharan canciones rancheras y que pretendía relegar a la cultura del pueblo de los beneficios de la alfabetización. Hoy, para encontrar este prejuicio en su más pura pristinidad hay que remontar las cumbres de la academia musical o literaria. Lola subió cuatro veces al Palacio de Bellas Artes (1976, 1984 y 1990 y 1994), y en las cuatro ocasiones se estremeció con el repertorio de la música ranchera.

Que se callen los mariachis por un momento, porque definiré el estilo de Lola Beltrán. No embiste contra la vida como Lucha Reyes, ni su voz se rodea de la escenas de la fiesta campirana como Matilde Sánchez “La Torcacita”. Y no tiene la trinchera de la sensualidad frontal como Lucha Villa, cuya voz se cimbra consigo misma. Tampoco cae sobre su voz el diluvio del llanto y la desdicha, como ocurre cuando canta Amalia Mendoza “La Tariácuri”. En Lola hay una especie de relación sagrada con la interpretación, una especie de rezo íntimo. Una sobria puesta en escena. Porque su arrebato es más o menos mesurado, más o menos sollozante. Pero la fortaleza de la voz impide el quiebre del sentimiento, lo soporta y lo lleva a una cumbre interpretativa. Nunca mejor explicado este procedimiento que en Paloma negra de Tomás Méndez, angustia in crescendo, suave tremolación que va subiendo en tono y en intensidad. Algo se quiebra a la mitad de la canción. Tarde me doy cuenta que soy yo, y que de pronto ya estoy en la lógica de la noche y de la parranda. Por eso fue que me vieron tan tranquilo caminar serenamente bajo un cielo más que azul. Me sumerjo en este repertorio, lo que significa aceptar una forma de la vida en donde hasta la soledad más íntima tiene espectadores y mariachi, y en donde la compañía es la forma más acabada de la soledad.

Pero, ¿de dónde viene todo este repertorio?, ¿de dónde viene toda esta forma de exhibir un estado de ánimo y llamarlo “mexicano”? Aquello que escribió José Carlos Mariátegui sobre Perú, puede aplicarse perfectamente a México: “En un país dominado por los descendientes de los encomenderos y los oidores del Virreinato, nada era más natural, por consiguiente, que la serenata bajo sus balcones” (Siete ensayos sobre la realidad peruana). De ese orden colonial proviene la costumbre del enamoramiento en el balcón, el cortejo nocturno, el romance que siempre contraviene las órdenes paternas (o no sería furtivo). Sí, es la “mitología de la Parranda” que dice Carlos Monsiváis, pero llena de antecedentes que parecen remontarse siglos. Sin embargo, su creación es reciente, ya que la conjunción del mariachi, la creación de un repertorio y el surgimiento de las voces, así como la difusión masiva de un sentimiento, sólo se hizo posible en los años 30, con la popularización de la radio. Estos son los momentos centrales: 1934, el Mariachi Coculense de Cirilo Marmolejo acompaña a Lázaro Cárdenas durante su gira presidencial, y son contratados al año siguiente como empleados del gobierno del Distrito Federal; 1936, se estrena Allá en el Rancho Grande, la primera comedia ranchera, con Tito Guízar y Esther Fernández, con el orden casi feudal de la hacienda, pero significativamente, sin mariachi; 1939, Lucha Reyes comienza a grabar canciones con mariachi (la trompeta está presente desde antes, en las grabaciones del Mariachi Marmolejo); 1942, Manuel Esperón incluye música de mariachi en el cine mexicano (probablemente, fue en la cinta ¡Ay, Jalisco, no te rajes!)… Pero el contenido fue primordialmente la nostalgia por lo que nunca fue, como si se dijera: “Mejor regresar al pueblo… pero sólo musicalmente”. Porque atrás, en el pueblo quedó el primera amor, la prosperidad… Pero ya que lo más probable es que ese recuerdo sea falso, la falsa evocación es el camino más eficaz.

Y en medio de todo este fenómeno, ¿cuál es el papel de Lola Beltrán? Ella es el puente entre la vieja y la nueva canción ranchera, porque comenzó con el repertorio clásico (el de Lucha Reyes, canciones populares anónimas) y continuó por años hasta Juan Gabriel y la balada ranchera, pasando por José Alfredo Jiménez y Cuco Sánchez. Sobre esto, son certeras las palabras de Carlos Monsiváis:

La vieja y la nueva tradición de la canción ranchera, cuyo desenfado y cuyo sufrimiento admitieron y reclamaron ese nombre por la índole jactanciosa y prensil de la música y el dejo de nostalgia campirana. Comercio y mitomanía: lo ranchero es sufrir como los hombres de a caballo, así las imágenes agrícolas se fueran desvaneciendo para dar paso a los gemidos urbanos frente a esa fantasía de la Reforma Agraria: el traje de mariachi.

Y Lola, Lola en el centro. Lola como una corriente de agua en el río de la música mexicana. Y su voz como una ola que se rompe de pronto sobre las rocas; y la espuma: sus vestidos abundantes. Pudo haber sido una imitadora de Lucha Reyes, pero no: fue una continuadora. Su voz desarrolló nuevas posibilidades de la canción ranchera. En sus inicios quiso llamarse “Lucha Beltrán”, como un homenaje, pero le sugirieron buscar su propio nombre y su propio estilo. De niña aprendió a cantar El herradero, de Pedro Galindo, gracias a un disco de Lucha. En una entrevista, le contó a Cristina Pacheco el inicio de sus admiraciones más personales:

A quienes admiraba con verdadero delirio eran a Jorge Negrete y a Lucha Reyes. Los descubrí en Mazatlán cuando entré a trabajar en una agencia, “Ángel Flores”, que vendía de todo: pianos, refrigeradores, planchas, consolas, discos. A la hora de comer, cuando se cerraba la tienda, yo ponía sus discos. Lucha Reyes me impresionó tanto que siempre soñé en ser como ella. Una de las cosas que lamento es no haberla conocido.

 Por su parte, José Ángel Espinosa “Ferrusquilla”, en el libro Ferrusquilla dice: échame a mi la culpa (Siglo XXI, 2002), es más minucioso a este respecto; en él relata aspectos de los inicios artísticos de Lola:

Sin dejar de atender su trabajo como secretaria, se colaba en los estudios para admirar a los cantantes de moda: Pedro Vargas, Agustín Lara, las hermanas Águila, Chucho Martínez Gil, Fernando Fernández,  Toña la Negra…

[Cuando le hicieron una prueba Tata Nacho, Mario Talavera y Eulalio Ferrer], María Lucila lloró en silencio. Cuando le volvió el alma al cuerpo, abrazó a Tata Nacho y luego a Amado C. Guzmán. Había pasado la prueba cantando El herradero. Quería ser como Lucha Reyes, muerta en 1944…

Cuando se le buscó nombre artístico, María Lucila se puso exigente, como buena sinaloense.

–Quiero llamarme Lucha Beltrán…

Eulalio Ferrer, publicista de la Casa Madero, intervino:

–Será mejor el de Lola, Lola Beltrán…

Eulalio Ferrer intervino en el nacimiento de la futura estrella.

–Nada de cantar con los brazos en jarras como Lucha Reyes; acentuarás con ademanes de manos el dramatismo de la voz, como si escribieras en el aire los signos sonoros de la pasión…

Pedro Infante la encontró [a Lola] en pleno ascenso:

“–Mi paisanita, chula, métale ganas; usted va a llegar muy alto; va a ser usted muy importante.”

La apadrinó Miguel Aceves Mejía, quien le tuvo una inmensa confianza; la presentó en radio por primera vez “el Bachiller” Álvaro Gálvez y Fuentes, en La hora nacional. Y debutó en El Patio, en la misma temporada que Édith Piaf, cuando vino a México. La intérprete de La vie en rose le dijo: “Tengo fe en que llegarás muy lejos”. Sí, Lola cautivó a los públicos más exigentes, como Salvador Novo, que compuso una canción, La cuenta perdida, estrenada por Lola, en 1968, como lo refiere él mismo: “En pocas líneas comprimiré, sin embargo, lo más memorable de estos días: haber conocido a Lola Beltrán (la trajeron su amiga Malú y el doctor Álvarez Amézquita), y haber presenciado su entusiasta mise en scène de la canción que con letra mía y música de Eduardo de Flórez, debe haber grabado al día siguiente” (La vida en México en el periodo presidencial de Díaz Ordaz). Sí, Salvador Novo, el poeta, el académico, se encontró un viejo amor en la calle, y para expresarlo no tuvo otro recurso que el de la canción ranchera:

Nuestra historia terminó, nada me debes,

fue el encuentro de dos seres nada más

y los soles que alumbraron mi ventura

con el tiempo los he visto naufragar…

No es mala esta canción; Lola hizo una magnífica interpretación de esta letra. Pero no alcanza a José Alfredo Jiménez, a Tomás Méndez, las cumbres del repertorio de Lola, quien fue cambiando en su estilo, dominando sus emociones cada vez más, dibujando (como se dijo antes) con la mano los signos del amor en el aire, con sus manos que tantas veces fueron comparadas con palomas.

Luego, llegó la consagración; sus conciertos en Europa contribuyeron a que fuera aún más reconocida en México. Hasta en sus últimas actuaciones conservó la fuerza de su voz y de sus interpretaciones. Qué angustia la historia de esas voces que son segadas en su gran momento: Lucha Reyes, Lucha Villa, la propia Lola. Como que no existe la resignación, porque se vuelven a escuchar sus canciones también para lamentarse de que hayan sido interrumpidas. Lola Beltrán murió en marzo de 1996. Desde entonces, María Elena Leal Beltrán ha seguido los pasos de su madre en los recuerdos de los otros. Fue a buscar a sus familiares, a los amigos de la infancia, a los compañeros de trabajo, a los admiradores. Juan Gabriel, que tanto le debe a Lola, manifiesta su agradecimiento en este libro. Eso hacen los 75 entrevistados que hablaron con María Elena. Habló con su padre, Alfredo Leal, y sacó los datos para contar la historia de amor de sus padres. Esta biografía es el retrato de la pasión, de la intensidad, de la capacidad de construir un estilo y una personalidad. Un estilo que fue concentración absoluta del sentimiento, densidad emocional. Decía Lola: “Mis silencios son largos y riquísimos, porque están poblados de recuerdos y de inquietudes”. Aquí aparece Lola en la felicidad y en la tristeza, en sus bondades y en sus debilidades. Como siempre, las biografías de estos personajes que llegan tan alto, son las historias de lo que sacrificaron para llegar a ser. Porque la vida entonces es un compromiso con el propio trabajo. El machismo dice que detrás de cada gran hombre hay una gran mujer; pero en una sociedad machista, detrás de cada gran mujer está sólo ella sosteniéndose. De ahí la fuerza de Lola Beltrán, que sobresalió en un mundo así. Pero también la fuerza de María Elena Leal, que no nada más hace este magnífico retrato de su madre, sino que además hace siempre un trabajo constante para que continúe la tradición de la música ranchera. Por mi parte, leí con alegría este libro, que es un coro de voces que hablan de Lola y la recuerdan con emoción y amistad. La que nos falta es su voz, es cierto, pero eso ahora no importa, pues ha trascendido y es ahora como el viento que corre alrededor de este mundo.