Justicia y equidad, a cien años de la Carta Magna
Raúl Jiménez Vázquez
En 2017, celebraremos el centenario de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, expedida por el Congreso Constituyente de Querétaro el 31 de enero de 1917 y cuya impresión, circulación y publicación por bando solemne y pregón en toda la república fue ordenada por don Venustiano Carranza el 5 de febrero de aquel mismo año.
Ahí, junto a las garantías individuales se consagraron por vez primera las garantías sociales, las cuales tutelan y reivindican los derechos de la nación, los trabajadores y otros grupos vulnerables a fin de hacer prevalecer la justicia y la equidad; con lo que se dio origen a la portentosa corriente del constitucionalismo social que posteriormente sería acogida dentro de los códigos supremos de la mayoría de los países occidentales.
No obstante las décadas transcurridas, los numerosos cambios sufridos por nuestra Carta Magna y las defecciones proyectadas en leyes secundarias, como lo ocurrido con la inhumana reforma laboral, el aporte visionario y primigenio de los diputados constituyentes permanece incólume y sigue siendo un motivo de infinito orgullo para los mexicanos.
Tal contribución, sin lugar a dudas histórica, se ha robustecido con el surgimiento de otras relevantes transformaciones normativas; una de ellas es la elevación a rango constitucional de los derechos humanos reconocidos en tratados internacionales firmados por el Estado mexicano, hecho que implica que en la cúspide misma del sistema normativo nacional figura ahora un bloque inseparable, el bloque de la constitucionalidad, integrado por los derechos fundamentales y los preceptos de la Carta de Querétaro.
Por virtud de lo anterior, todas las autoridades, en el ámbito de sus competencias, tienen dos deberes irrenunciables: I) promover, respetar, proteger y garantizar los derechos humanos atendiendo a los principios de universalidad, interdependencia, indivisibilidad y progresividad; II) interpretar y aplicar las normas protectoras de la dignidad humana de conformidad con lo previsto en los acuerdos supranacionales, favoreciendo en todo momento la más amplia protección a las personas; esto es lo que se conoce en el derecho internacional como el principio pro homine, pues tiende a asegurar la preeminencia de los derechos humanos, aun en aquellos casos en que existan disposiciones locales en sentido contrario.
Ambos deberes se complementan armónicamente con la obligación de ejercer el control de convencionalidad ex officio, impuesta por la jurisprudencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos a quienes tienen a su cargo funciones jurisdiccionales, mandato que se traduce en la necesidad de desaplicar oficiosamente, sin que medie solicitud expresa de los interesados, las normas nacionales cuando se opongan a las normas contempladas en la Convención Americana sobre Derechos Humanos y otros tratados internacionales.
Una segunda gran transformación es la que atañe al novedoso régimen constitucional del juicio de amparo en vigor desde fines del 2011, cuyo eje de rotación es la apertura del ámbito protector de esta vía extraordinaria de defensa procesal, ideada con el propósito de que a través suyo sean impugnadas las normas generales, actos u omisiones de las autoridades que vulneren los derechos humanos.
Lógicamente, dicha expansión no habría sido suficiente sin la ruptura de los candados o limitantes que tradicionalmente impedían el acceso a la justicia constitucional. Es por ello que, entre otros cambios significativos, fue preciso incorporar la figura del interés colectivo, aplicable solamente a actos emanados de autoridades no judiciales, según la cual el juicio de amparo también podrá ser instaurado por quienes tengan un interés legítimo, por ejemplo, organizaciones no gubernamentales, grupos ecologistas y comunidades indígenas.
En suma, el paradigma jurídico del siglo XXI es un prisma iridiscente conformado por cinco grandes afluentes: el constitucionalismo social, los derechos humanos, el principio pro homine, el control de convencionalidad ex officio y el nuevo diseño institucional del juicio de amparo. Son éstas las armas con las que hay que defender y hacer valer la dignidad humana y los principios basales del Estado social y democrático de derecho.
