Crónicas NYquinas
María Eugenia Merino
Nueva York, octubre 2001.- Mi casita de muñecas no es como ésas con las que sueñan todas las niñas.
La mía estaba en el 73 West de la calle 71 casi esquina con Columbus, en una ampia calle arbolada, bordeada con viejas casonas conocidas como brownstones —ahora divididas para convertirlas en estudios y departamentos habitacionales—, y que media cuadra adelante desemboca en Central Park.
Ya una amiga —Adriana González Mateos, si mal no recuerdo— me había contado sobre los reducidos espacios para vivir en Manhattan, debido a lo exorbitante de las rentas, pero eso no minimizó mi sorpresa cuando, después de subir tres pisos —con sus respectivos ¡seis! tramos de escalera—, cargadas de maletas, y sin saber exactamente si el departamento era el 2 A, B, C o D, finalmente lo encontramos; era el último. Abrimos, y Angela Patrinos, quien me había acompañado desde el Writers Room para dejarme instalada, debe haberse percatado de mi expresión porque me preguntó apenada si no me gustaba el lugar. “Es encantador; pequeño pero encantador”, respondí.
Un pasillo, con un minúsculo baño y un clóset más minúsculo aún, conduce al estudio donde sobre la pared a mi derecha hay un futton que incluso con las instrucciones que me dieron nunca pude extender, quizá debido a que todavía tengo lastimado el brazo izquierdo; así es que duermo sobre él a modo de sofá, y por las noches sueño con todas las cosas que voy a hacer al día siguiente, y sobre todo en las semanas en que mi hija vendría a acompañarme, para juntas comernos a grandes mordidas esa deliciosa Manzana, hasta indigestarnos, y para ver todas las obras de teatro y visitar todos los museos que pudiéramos.
Al fondo hay una ventana que tampoco he podido abrir, excepto por unos cuantos centímetros, así es que la habitación sólo se ventila con el aire acondicionado y la mantengo siempre con un aromatizante que elimina cualquier olor, y una vela que enciendo cuando fumo. Sobre esta pared está uno de los brazos laterales del futton, que viene a ser la cabecera de ¿mi cama?, y desde donde puedo ver el cielo soleado por las mañanas, o encapotado por las tardes y noches lluviosas.
A un lado, una mesita de noche donde apenas cabe un teléfono negro, la contestadora automática, una lámpara y un radio despertador donde durante días, ¿semanas?, escuché las noticias sobre el ataque a las Torres Gemelas, mi único contacto con el mundo exterior en esos días aciagos.
En la pared opuesta se encuentra ¿la cocina?: frigobar, estufa y tarja de fregadero, y no hay espacio para escurrir los trastos. Queda entonces una pared medio libre, con una cajonera de mimbre donde puedo guardar mi ropa interior, medias —que sólo usé al principio porque advertí que nadie las usaba en el verano— y todo lo que pudiera ir doblado. Encima, en plena época de CD y DVD, un tocadiscos. A un lado coloco mis maletas, una sobre otra, con el resto de la ropa y mis zapatos.
Circulo entre los muebles en un espacio como de un metro de ancho, y ahí coloco una mesita plegable cuando como, o mi laptop cuando trabajo, y se convierte en comedor y en escritorio.
¡Ah!, qué placentero es el quehacer en mi casita; menos de una hora para dejarla como tacita de plata.
Y el baño es un lujo: con su alfombrita blanca, pachoncita, y la cortina de la regadera transparente, sí, muy sexy.
Es decir que el estudio completo: “recámara, comedor, cocina y baño” cabría en la actual recámara de mi hija en México, por cierto la más pequeña del departamento.
Está muy bien ubicado y tengo a la mano todo lo que necesito; puedo caminar hasta Lincoln Center y aprovechar el programa gratuito de verano, donde he podido ver espectáculos de diferentes partes del mundo, como a Fantcha, discípula de la gran Cesaria Evora, quien nos hizo bailar al ritmo de sus cadenciosas canciones. Central Park resultó también una buena opción para ir a leer y hasta hacer mi propio picnic; cerca está la estación del metro en la calle 72; Barnes & Noble y excelentes librerías de viejo; Fairway, uno de los mejores supermercados de la ciudad donde se encuentran productos y condimentos de todo el mundo.
En la calle de atrás, en la esquina de la 72 y Central Park West, se alza majestuoso el edificio Dakota, famoso porque ahí vivió —y murió asesinado— John Lennon; también se filmó El bebé de Rosemary, y —lo más importante para mí— vivió Carson McCullers.
Mi mejor hallazgo ha sido el río Hudson, que se convirtó en mi río. Ahí he pasado horas acompañada de un libro, el walkman para escuchar mis discos favoritos, una botella de té, un sandwich y una ensalada, mientras recibo los generosos rayos del sol de un verano especialmente caluroso, y la brisa me ayuda a refrescar la piel y mis pensamientos, que a veces pueden ser muy sombríos. Adquirí un bronceado envidiable al tiempo que examinaba mis dudas existenciales, con todo el tiempo del mundo para concentrarme en ellos. ¡Qué más puedo pedir!
Este espacio se convirtió en un refugio maravilloso cuando la ciudad y sus habitantes quedaron sumidos en una tristeza infinita, cuando no podía ir al Writers Room porque el paso estaba suspendido hacia downtown, y salir se convirtió en una actividad dolorosa porque cada esquina, cada iglesia, cada muro era un recordatorio de las víctimas del atentado. Mi hija ya no pudo viajar porque los aeropuertos cancelaron todos los vuelos, y yo me quedé sola en mi casita de muñecas.
Hoy cerraré por última vez esta puerta; tras ella quedan muchas horas de estudio, investigación, tristeza, recogimiento; momentos de soledad lejos de mi familia…; mucho pensar en el sentido de la vida —de mi vida—; pero también una etapa de crecimiento personal, de experimentación, de logros y de alegrías. Muchas cosas, demasiadas, para un espacio tan pequeño. Pequeño pero encantador.
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