Alberto Híjar Serrano

El 20 de enero de 1913 murió pobre José Guadalupe Posada en la calle del Carmen, cercana a la imprenta donde trabajó arduamente. Su cuerpo fue a parar a la fosa común. Sin currículum académico ni exposiciones y concursos prestigiados, su fortuna crítica fue nula hasta que la orientación popular de la Escuela Mexicana de Pintura advirtió en sus grabados algo más que afanes comunicativos del acontecimiento del día en hojas volantes y cuadernillos siempre oportunos. La recepción popular de analfabetas no hubiera trascendido sin las excelentes ilustraciones en blanco y negro con figuras grotescas en movimiento o de realismo estático según se tratara de un escándalo, una catástrofe o de retratar alguna figura venerable civil o religiosa. Un grupo de artistas como el Doctor Atl, Jorge Enciso y Roberto Montenegro recorrieron mercados, fiestas patronales, talleres artesanales y templos pueblerinos donde encontraron las maravillas que documentaron e integraron a colecciones con las que el Estado hizo el reconocimiento simbólico de las artesanías que ganaron el nombre de arte popular. Hizo falta completar esta línea de investigación con el encuentro de las formas plásticas que fundaron el muralismo mexicano a partir de los años veinte cuando el rector José Vasconcelos decidió entregar los muros públicos a los jóvenes antiacadémicos de las Escuelas de Pintura al Aire Libre para que pintaran la historia, las fiestas, los duelos, la épica revolucionaria. Intelectuales y periodistas norteamericanos llegados al encuentro de la Revolución se integraron a este proceso de construcción de la identidad nacional y no es casual que Pablo O`Higgins y Jean Charlot, llegado el uno de Estados Unidos para ayudar a Diego Rivera a pintar en la Secretaría de Educación Pública y en Chapingo, y “El Francesito” como le decían sus compañeros, encontraran en Posada la síntesis de lo deseado: comunicar al pueblo analfabeta con signos de gran calidad plástica, los sucesos del día, la épica revolucionaria más allá de la versión oficial, las catástrofes, los escándalos.

La reducción de la cuantiosa obra de Posada a folclore pintoresco en el sentido de la artesanía redundante y mal hecha no ha sido posible, salvo por el empeño intelectual refinado por el gusto eurocéntrico de exaltar la representación de la muerte como jolgorio para sustentar el mito de que los mexicanos se burlan de ella. Como si todas las muertes y todos los duelos fueran iguales. Las representaciones festivas de la calaca por Posada significan más bien la vida.

En el centenario de la muerte de Posada, hay que descubrir su relación estratégica con Antonio Vanegas Arroyo, un culto impresor por ejemplo de José Martí y hábil versista del lado del pueblo. La Imprenta Vanegas con Posada y otros artistas críticos es el taller de comunicación más popular que ha existido en México por su amplitud temática y por la variedad de su gráfica, todo a favor de una poética del pueblo. Cuando fue necesario comentar el diario acontecer con un narrador fantástico, Posada y Vanegas se valieron de Don Chepito el Mariguano o Doña Caralampia Mondongo, fea en exceso aunque con apellido no tan escandaloso y transgresor como el de Don Chepito. Las escenas de guerra son dinámicas con los estallidos de los disparos componiendo paisajes, pero también hay retratos de héroes guerrilleros no oficializados y fusilamientos tratados como instantes de trágica solemnidad. No falta la ternura del beso del campesino revolucionario con su Adelita.

Estética del disloque llama a todo esto Juan José Arreola porque en efecto, las formas transgresoras de la rigidez y el dibujo naturista, remiten a la crítica de la moral dominante. De aquí el regocijo obsceno y cruel tan del gusto del pueblo irrespetuoso de los ricos y afecto al regocijo por los desmanes. Vanegas Arroyo supo alentar esto con los títulos llamativos con palabras como horroroso, tremendo, desastroso, mortífero. Lo mismo se difundieron así los crímenes de El Chalequero que la burla macha contra los 41 homosexuales sorprendidos en una fiesta con el yerno del presidente Díaz incluido. Este disloque impide idealizar al pueblo a la manera romántica y conduce la reflexión sobre Posada a su valor ideológico concretado en una poética del pueblo que en la capital de la Republica suele identificar la Revolución con el saqueo, las violaciones y las matanzas y aun puede tratar a Zapata como lo hizo Posada al representarlo con los textos de Vanegas como el Atila del Sur. La inmediatez de la crónica impide la crítica.

En sus mocedades, Posada hizo etiquetas de boticas y tiendas, cintillos para puros y cajas de cigarros, participaciones de bodas y bautizos que ilustraron a los usuarios de León y su natal Aguascalientes. Ya en la capital, sirvió a la Imprenta Maucci con las portadas de sus pequeños cuadernos sobre acontecimientos históricos, las hazañas de Maceo en Cuba incluidas, sin que falte el elogio al Héroe de la Paz, Porfirio Díaz.

Murió cincuentón y pobre. Leopoldo Méndez lo representa como deseo tras un gran ventanal y frente a su mesa de trabajo contemplando la represión del ejército contra el pueblo en lucha. Muralistas y gráficos de la Escuela Mexicana de Pintura necesitaron que así hubiera sido y no el hombre voluminoso y con chaleco siempre dispuesto para cumplir los encargos del barbón Don Antonio Vanegas Arroyo. Los Vanegas han atesorado lo que queda en un cuarto con tapanco lleno de cajas al fondo de la humilde casa familiar en la calle de Penitenciaria que desemboca en el Palacio de Lecumberri. No hay placa ni museo de sitio en esta ciudad capital donde tampoco hay una calle, una plaza o un museo José Guadalupe Posada como sí lo hay en su natal Aguascalientes.

4 febrero 2013