Crónicas NYquinas

Para Donna, Mariana, Liz, Claudia et al.

María Eugenia Merino

Nueva York, 24 de septiembre de 2001. Esta noche estuve por última vez en el Writers Room, en Astor Place, ese lugar en “donde los sueños se convierten en palabras”. Hoy, a escasas tres semanas del ataque a las Torres Gemelas, aun cuando la ciudad y sus habitantes recuperan poco a poco su ritmo normal, el lugar que ha sido mi albergue literario se encuentra más en silencio que de costumbre y está en penumbras.

La oficina está cerrada y no hay nadie en el enorme espacio con sus cubículos que ya me había habituado a ver lleno de escritores enfrascados en su tarea creativa, ni siquiera el inquilino solitario y nocturno a quien no he podido conocer y que suele alojarse en un viejo sillón para descabezar un sueñito mientras la musa llega.

Me dirijo al pizarrón donde se ponen anuncios, recados, convocatorias… y dejo un mensaje de despedida para quienes ya son mis amigos de letras, mis amigos de los momentos de compañerismo y bromas, pero también de los momentos difíciles, cuando la nostalgia del hogar se le enreda a uno entre las tripas, cuando la tragedia nos ha hermanado con amigos y desconocidos.

Hubiera querido despedirme de otra manera, con risas y con abrazos, y a lo mejor también con lágrimas, con promesas de “vamos a vernos pronto”, “yo te escribo”, “¿cuándo vas a México?”…

Recuerdo el primer día, cuando llegamos aquí directo del aeropuerto. Luego de la bienvenida, las presentaciones, la entrega de las llaves de nuestros respectivos departamentos y de las instrucciones sobre cómo llegar en metro, vinieron las explicaciones de lo que nos esperaba en el Writers Room —que se anuncia como “una colonia urbana de escritores, sin fines de lucro”—: no se trata de un club de escritores sino de un lugar casi sagrado donde los miembros (novelistas, guionistas, periodistas, biógrafos, poetas… no importa el género) pueden asistir cualquier día, a cualquier hora, y sentarse a escribir sin interrupciones de ningún tipo, ni teléfonos celulares, ni mucho menos radios o televisores; nadie que venga a preguntarte qué vas a hacer hoy de comer, ni ropa que sacar de la lavadora ni pagos que ir a hacer al banco…

Cada quien se instala en alguno de los cubículos, con su laptop —las máquinas de escribir están en una habitación aparte, cerrada, para que el ruido del teclado no distraiga a los demás—, cuadernos, libros, plumas o lápices, cada uno según su forma de trabajar.

Yo asistí regularmente las primeras semanas. Registraba mi entrada y me sentaba frente a una ventana (cerrada) que daba frente a una pared de ladrillo. La semejanza con el personaje de Bartleby, el escribiente —esa maravillosa historia de Herman Melville— me inquietaba y me hacía pensar en que era una mera coincidencia sin mayores consecuencias, ni siquiera una metáfora.

Quizá haya sido esa imagen, así como que la naturaleza de mi trabajo —de mucha investigación— requería más lectura que escritura, por lo que preferí espaciar mis estancias en el Writers Room, con su aire acondicionado y su luz artificial, para frecuentar el río Hudson, con su brisa y su sol de verano, hasta convertirlo en mi río, donde pasaba las horas leyendo y tomando notas que por la noche, y hasta la madrugada, pasaba en limpio en la computadora. Eso tal vez fue lo que evitó que el 11 de septiembre me levantara temprano para ir al World Trade Center a comprar boletos para el teatro. No estaba en mi destino.

Pero esta noche, ahí estaba yo otra vez, la última, aunque espero volver pronto. Me despedí con la mirada de los cubículos que en ese momento, a la media luz, me parecieron fantasmales, del hall de entrada donde se registran las entradas y salidas, con su bowl de dulces y chocolates que más de una vez se me derritieron en la bolsa.

Antes de salir decidí —en realidad era una necesidad imperiosa— pasar al baño. Abrí la puerta que daba hacia la biblioteca, el comedor, el área de teléfonos públicos y los baños: dos gritos resonaron en el silencio nocturno, el mío y el de Claudia Valentino, quien tampoco esperaba encontrar a nadie en aquella soledad.

Salimos juntas y fuimos a un bar acogedor donde pudimos tomar, yo, un cosmopolitan, y ella, ¿un whisky?, pero sobre todo, pudimos platicar como no lo habíamos hecho en los meses pasados, sobre nuestros intereses, la naturaleza del acto creativo, de libros, fobias y aficiones. ¿La volveré a ver?

Después ella regresó a su casa en Queens, y yo a mi casita de muñecas.

En los próximos días, iré a despedirme de mi río, de Central Park, del edificio Dakota, del Lincoln Center… y regresaré a México, a mi casa, a mi familia, pero una parte de mí se ha quedado ya en esta Gran Manzana, y en mi corazón llevo guardado un enorme bocado.

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