Tríptico
José Elías Romero Apis
Estamos conmemorando el centenario natal de Griselda Álvarez Ponce de León. La recordamos como si nunca se hubiera ausentado. La tenemos siempre cerca porque siempre la tenemos presente.
He escrito y he hablado mucho sobre Griselda Álvarez. No tanto como lo que ella merece pero mucho más de lo que yo acostumbro y puedo. Sin embargo, estas líneas tan personales de hoy son bien distintas de las que he destinado para subrayar sus méritos, sus virtudes y sus valores.
Pero ahora que ella se ha ido, el recuerdo no me trae su grandeza sino su amistad, que también fue grandiosa. Desde el día en que partió no pienso en lo que ella fue sino en lo que ella me dio. Para eso me conformo al compartir, por primera vez, tres episodios simples y sencillos para el amable lector, pero indelebles para mí.
* * *
El primero no se dio en un solo día sino en muchos. Ella había comprometido con Excélsior la entrega semanal de dos sonetos que relataran, en palabras poéticas, un par de artículos constitucionales. No era una tarea sencilla y se prolongaría por 70 semanas. Por eso era frecuente que, en mis visitas, la encontrara trabajando en ello. Para no interrumpir su tarea ni, tampoco, gastarme la descortesía de su mutismo me incorporaba a su trabajo, a través del truco de consultarme si estaba interpretando correctamente la norma constitucional en cuestión.
Nunca hubo algo que corregirle o que aumentarle. Como política que era, además de poetisa, comprendía el texto de la carta pero, también, sabía del drama de su aplicación o de su violación. Por eso, a cada momento, nos enfrascábamos en la belleza de la ley y en el drama de su vulneración. De allí, ella convertía en arte tanto lo que la ley tiene de poesía lírica como lo que su atropello guarda de poesía dramática. Esta obra suya es, en el más bello de los lenguajes poéticos, el soneto alejandrino, un tratado de Derecho y una lección de política.
Aclaro que yo no era ni el único ni el más dotado de sus muchos amigos juristas. Tan sólo era el que estaba más cerca de ella. Griselda proseguía. Me leía renglón por renglón. Me hacía sentir que yo tendría que aprobarlo. Que si a mi me gustaba ella lo daría por bueno. Y, al final, me decía la poesía completa convirtiéndome, con ello, en la primera persona que la conocería en todo el planeta. Así fui el testigo único de la confección de muchísimos de los 137 sonetos que forman la extraordinaria serie.
Eso me permitió el privilegio de estar junto a la artista cuando creaba la más importante obra poética que se ha escrito en el mundo sobre la materia constitucional.
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El segundo de estos episodios que hoy narro se nos dio un día que Griselda y yo acudimos, por separado, a comer al entonces famoso, grato y suculento restaurante Passy, ubicado en la hoy decaída Zona Rosa.
Ella y yo llegamos puntualmente a nuestras respectivas citas. Pero nuestros compañeros de mesa no fueron tan comedidos con nosotros. Ella comería con un amigo político. Yo, con una amiga periodista. Por caballerosidad y por placer me senté a su mesa para hacerle la transitoria compañía.
Su amigo le llamó para informarle que llegaría tarde debido a un imprevisto emergente ocurrido en su importante oficina. La invitó a “irse adelantando” en la ingesta. Ella se encogió de hombros puesto que aquel caballero la sabía sola en la mesa del restaurante. Pero ella guardó silencio y compostura. Tan sólo calculó y me dijo que la espera sería larga.
Yo, por mi parte, llamé a mi invitada para saber de ella. Me dijo que se había olvidado de nuestra cita y apenas se estaba levantando. La invité, cortés pero intencionadamente, a cancelar nuestro encuentro. Pero, para mi mal, se resistió. Me dijo que se ducharía, se vestiría, tomaría un antirresaca y me alcanzaría. Sabiéndola guapa y vanidosa calculé un mínimo de hora y media.
Esto era una dádiva del destino. Nuestros majaderos amigos nos habían regalado, a Griselda y a mí, el tiempo para un encuentro imprevisto e inesperado. De nosotros dependería hacerlo delicioso. Y lo hicimos.
Ese día no hablamos de política ni de justicia y ni siquiera de nosotros mismos. Ese día platicamos tan sólo de poesía. Yo nunca le había dicho cuánto la admiraba como poetisa. Ese día lo supo. Ella no sabía que yo conocía toda su obra. Que muchos de sus poemas los podía yo recitar de memoria. Sobre todo, que me embelezaba su poesía erótica. Eso, en mucho, la sorprendió aunque creo que, también en mucho, la complació.
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El último episodio de esta narración fue, también, la última ocasión en que nos vimos. Ya eran los tiempos en que tan sólo nos encontrábamos en su casa. Salir, sobre todo a los restaurantes, ya no era grato para ella.
De nuestras últimas salidas habíamos acudido, con mi hija, al italiano Bellaria y, con mi esposa, al francés Pied de Couchon, los dos en Polanco. Tanto Cecilia como Martha, ambas más sensibles y perceptivas que yo, me advirtieron que Griselda ya no disfrutaba del todo esas comidas, usualmente tan cargadas de condimentos, de aceites y de vinos. Ella nunca me lo diría pero, por fortuna, hubo quien lo hiciera. Desde entonces opté por la inocuidad de nuestros encuentros caseros y eso fue más grato para ella.
Así llegamos a nuestra última ocasión. Platicamos de todo y de nada. Siempre hubiera creído que ya todo nos lo habíamos dicho y que ya no habría nada más que agregar en el encuentro de muchos años que nos brindó la vida. Pero no fue así.
Cuando el tiempo prudente de una visita imprudente se estaba agotando, Griselda y yo guardamos silencio. Durante muchos minutos nos miramos fijamente sin pronunciar palabra alguna. Podría decirse que recordamos lo que vivimos juntos. Algunos místicos dirían que algo rememoramos de nuestras vidas pasadas y algo prometimos de nuestras vidas futuras.
Ella fue quien rompió el silencio y dijo algo que atesoro pero que comparto. La cito con la literalidad que me permite la memoria. Comenzó repitiendo mis apellidos tres veces, en distinto volumen y con distinto ademán. “Romero Apis, …Romero Apis, …Romero Apis”. Agregó que “ese nombre podría ser el de un príncipe de novela romántica. Es muy sonoro pero muy seductor. Romero en un nombre de varón. Suena a hombre de creencias, de errancias, de gitanerías. Apis es raro y misterioso. Parece una palabra encriptada que provoca la curiosidad de investigarla y conocerla”.
No se detuvo. Prosiguió y dijo: “Así es usted. Es firme en lo que cree. El amor, la amistad, la patria. Pero tiene la necesidad de cambiar de sitio porque nunca se está sosiego. La política, la justicia, el periodismo, la literatura, la ciencia, la academia, la cátedra, la música y hasta los caballos. Creo que, también, hay muchos misterios en usted. Parece un príncipe en lo que se le conoce, pero creo que también lo es en lo que tan sólo le suponemos sin haber podido conocerlo. Todos los protagonistas literarios románticos deberían llamarse así, incluyendo al de La Leyenda del Beso”.
Para terminar lo hizo regresando a la realidad y bajando un telón. Provocó nuestra carcajada cuando, con sus inigualables inteligencia y sarcasmo dijo: “Qué bonitos apellidos le supieron escoger sus padres”.
Con esas palabras, allí improvisadas, que no me envanecen, Griselda me había regalado una canción y una poesía, hechas tan sólo para mí, sin repetición para los demás, sin copyright y sin editor.
Con esto terminó lo que sabíamos que sería nuestro último encuentro. No nos invadió la tristeza ni la melancolía. Besamos nuestras mejillas. Acariciamos nuestras manos. Y ya no hicimos una nueva cita. Agradecíamos a la vida lo que nos había dado juntos pero no reprochábamos a la muerte lo que nos habría de quitar. Nos dio gusto que nuestras vidas se hubieran cruzado y que lo hubiéramos aprovechado.
