Desapariciones forzadas, lastre nauseabundo

Raúl Jiménez Vázquez

En el libro Noche y niebla y otros escritos sobre derechos humanos, el jurista argentino Rodolfo Mattarollo detalla que en el verano de 1941 Hitler ordenó que la señora Louise Woirgny, miembro de la resistencia francesa, fuese trasladada a Alemania y aislada del mundo exterior. A partir de tal precedente el mandamás nazifascista concibió la idea de sólo juzgar a quienes pudiese imponérseles una sentencia condenatoria dentro de un plazo sumarísimo; el resto de los acusados simplemente habrían de ser enviados a la zona de la noche y la niebla, expresión tomada de un pasaje de la obra musical El oro del Rhin, de Richard Wagner.

Las ideas hitlerianas quedaron consolidadas dentro del inefable Decreto Noche y Niebla, donde se estableció lo siguiente: “las penas privativas de libertad son percibidas como signos de debilidad y un efecto de terror eficaz sólo se logrará mediante la imposición de medidas idóneas para mantener a los allegados y a la población en la incertidumbre sobre la suerte de los culpables”.

Fue así como se instauró la práctica de la desaparición forzada, cuyo objetivo directo es anular por completo a la víctima, despojándola de todo y reduciéndola a la condición de nuda vida o vida desnuda, que puede ser dispuesta por el agresor sin más límites que su voluntad. Con ello igualmente se busca amedrentar a la sociedad, disuadir a opositores, inocular miedo en el inconsciente colectivo y mantener incólume un sistema de dominación hegemónica.

Este horrendo modus operandi, esta brutal vía de aniquilamiento de la dignidad humana se hizo también presente en la guerra de descolonización de Argelia, cual se describe en Los condenados de la tierra, el texto clásico del psiquiatra Franz Fanon. Más adelante, la misma praxis alcanzó su mayor apogeo durante las dictaduras militares que asolaron el cono sur del continente americano.

Lamentablemente el Estado mexicano no ha sido ajeno a esta preocupante y delicada cuestión. Poco antes de la perpetración del genocidio del 2 de octubre, un grupo de estudiantes acudió a las oficinas del secretario de la Defensa Nacional, pero de uno de ellos no se volvió a tener noticia alguna. Años después, en el contexto de la llamada guerra sucia, el método de la desaparición forzada fue elevado a la máxima potencia; efectivamente, en la Recomendación 26/2001 de la Comisión Nacional de Derechos Humanos se consignó que esta acción represiva conllevó la desaparición de más de 500 personas de las que actualmente se desconoce su paradero.

La alternancia política no se tradujo en la erradicación de dicha patología política y jurídica, sino todo lo contrario; la Secretaría de Gobernación, por boca de la expanista Lía Limón, acaba de reconocer oficialmente que existen más de 26 mil desaparecidos, lo que pone de relieve que la guerra antinarco desatada por Felipe Calderón trajo consigo un saldo a todas luces trágico, una verdadera catástrofe que nunca antes habíamos experimentado los mexicanos, la cual dado su carácter generalizado o sistemático podría ser tipificatoria de un crimen de lesa humanidad en los términos y para los efectos del Estatuto de Roma de la Corte Penal Internacional.

Muchas instancias tienen puesto el dedo en esta muy dolorosa e inconmensurable herida que gravita sobre nuestra nación: el Grupo de Trabajo de Naciones Unidas sobre Desapariciones Forzadas e Involuntarias de Personas realizó una visita oficial y próximamente emitirá un informe ad hoc; la Comisión Interamericana de Derechos Humanos celebrará el 16 de marzo de este año una audiencia específicamente dedicada al abordaje de este tema; la influyente organización no gubernamental Human Rights Watch recientemente difundió el reporte Los desaparecidos de México; el persistente costo de una crisis ignorada, el cual vino a complementar su informe previo Ni seguridad, ni derechos; Amnistía Internacional, otra poderosa ONG, ha hecho señalamientos similares.

La perspectiva histórica revela que las desapariciones forzadas han sido una constante a lo largo de los años; ello sólo puede explicarse a partir de la falta de voluntad que han mostrado los órganos del Estado y de la persistencia de férreos anillos de complicidad e impunidad que no han permitido que brille la luz de la verdad y la justicia. Ya es tiempo de librarnos de este nauseabundo lastre, es hora de disipar la noche y la niebla.