Creíamos que aquí eso no sucedía
Alfredo Ríos Camarena
Hace muy poco tiempo, un amigo de toda mi vida falleció; se trata del señor Silverio Fernández. Su muerte se debió a un infarto provocado por la angustia de que su hijo menor, de 25 años, y su pareja fueron desaparecidos en el estado de Veracruz; no eran personas acaudaladas ni famosas, no hubo solicitud de rescate, simplemente se esfumaron, desaparecieron, como si nunca hubieran existido; sin explicación, sin lógica, sin razón, desaparecieron.
Estos hechos dantescos obligaron a mi amigo a una peregrinación en el increíble laberinto de la burocracia; recorrió una y otra vez los Semefos y las procuradurías; acudió a diversas organizaciones, le dijeron que los restos de una pareja que se encontraron calcinados podrían ser los de su hijo. Duró meses para que pudieran realizarse las pruebas de ADN; al final, resultó que no se trataba de su hijo, la noticia lo afectó, le dio una nueva esperanza, pero al mismo tiempo, creció la desesperación que finalmente lo condujo a la muerte.
Descanse en paz don Silverio Fernández. Mi más sentido pésame a su esposa y familiares.
Relato estos trágicos acontecimientos porque, hace unos días, la organización internacional Human Rights Watch dio a conocer una lista de algunas de las desapariciones que han sucedido en el país; se trató de 249 víctimas, de las cuales se atribuyen 149 a las fuerzas del Estado. Esta cifra se trata de una muestra que sólo se pudo realizar en 11 estados y que fue documentada, motivada y fundamentada con una metodología adecuada; más tarde, la Subsecretaría de Gobernación habló de 27 mil; la Comisión Nacional de Derechos Humanos dice que son 3 mil 500 y 16 mil cadáveres no identificados; estamos frente a una de las más horrendas circunstancias de nuestro tiempo. Simplemente imagino el dolor de mi amigo fallecido, multiplicado decenas de miles de veces; no hay peor incertidumbre que la desaparición de algún ser querido, al que ni siquiera podemos tributarle un póstumo homenaje, ni tan sólo una tumba en la que llorar.
La desaparición de seres humanos constituye uno de los más lacerantes dramas que pueda vivir el ser humano. Recordamos con ira y con dolor los muertos del holocausto; los secuestros de Pinochet; los tormentos pavorosos que Videla infligió a muchos argentinos; creíamos que en México eso no sucedía, pero está claro que hay una responsabilidad en principio del gobierno anterior, pero en general del Estado mexicano, cuya obligación primordial es proteger a los gobernados.
La barbarie que se ha desatado para llegar a los desaparecidos y a los muertos es terrible, no se puede dimensionar; sólo cuando a alguien cercano o a uno mismo le acontecen estas infamias, puede evaluar y sentir la profunda indignación que se da frente a la impunidad, ante la imposibilidad de no poder hacer nada en una sociedad que suponemos vive en un Estado de derecho vulnerado por la locura del crimen organizado y la incapacidad, corrupción e ineficiencia de las autoridades de todos los niveles y de todos los poderes.
El nuevo gobierno debe investigar qué es lo que realmente pasó; la política de borrón y cuenta nueva constituye un grave error histórico y, sobre todo, lesiona profundamente a los familiares de quienes han sido desaparecidos; también el gobierno debe dar respuesta a las denuncias fundamentadas, en contra de autoridades, como al parecer es el caso de las 149 presentadas por la organización aludida.
México es un país de esperanza, de recursos inconmensurables en el que habita un pueblo lleno de tradición y de cultura; este enorme patrimonio que nos ha legado la geografía y la historia no puede desperdiciarse por la mala operación de un gobierno, o por la acción incontenible de la violencia criminal. El país tiene un destino que debemos recobrar, y en este tema, todos los mexicanos estamos involucrados, y todos también, debemos denunciar, perseguir y hacer públicas las lacras que lastiman nuestro cuerpo social; es tarea de todos, se requiere valor civil, pero sobre todo, una conducción que merezca respeto y confianza.