No se trata de repetir la tontería que se atrevió a decir un comentarista improvisado de la televisión: “Qué bueno que se murió Chávez, porque así va a regresar el capitalismo a Venezuela”.
La muerte de un dictador —como sin duda lo era Hugo Chávez— puede ser causa de alegría para sus enemigos, pero su desaparición física tendrá un impacto y repercusión hemisférica más profunda que el mero regreso de ciertos capitales.
El exmandatario venezolano utilizó el petróleo de su país no sólo para construir una presidencia vitalicia, sino para expandir el poder de su gobierno a otras naciones de la región con las que intentó formar un bloque socialista, integrado principalmente por Cuba, Nicaragua, Ecuador, Bolivia, Argentina, Perú, Brasil y Paraguay.
Aunque los grados de simpatía y relación tanto política como económica con el chavismo variaban entre esos países, lo cierto es que los gobiernos de izquierda más radicales consideraban al militar como el líder de un socialismo siglo XXI que sería capaz de modificar la geopolítica del continente.
Al petróleo le dio un uso eminentemente político-electoral. Lo utilizó no sólo para preservarse en el cargo, sino para amenazar a Estados Unidos y llevar al poder a candidatos de otros países de la región ideológicamente afines a su presidencia.
Es, por ejemplo, el caso de Nicaragua, Ecuador y, sin duda, el de Argentina, cuya presidenta Cristina Fernández de Kirchner fue acusada por el FBI de haber recibido de Chávez en 2007 casi 800 mil dólares para su campaña política, y cuyo caso es conocido como el “escándalo de la valija”.
Aunque nadie ha querido o podido demostrarlo, también diversas versiones periodísticas han insistido en que el gobierno venezolano envió dinero a la dos campañas a la Presidencia de la República de Andrés Manuel López Obrador.
La muerte de Chávez significa el final de un proyecto sustentado en el viejo sueño bolivariano de una “América Latina para los latinoamericanos”; de un liderazgo populista que, al desaparecer, deja un importante vacío que puede ser aprovechado por México.
Las condiciones pueden estar dadas para que —a partir de una cuidadosa estrategia, sin arrogancia y sí con humildad, inspirada en los históricos principios de la política exterior mexicana— el gobierno de Enrique Peña Nieto pueda desempeñar un papel importante en la reconciliación de la zona hoy dividida e, incluso, confrontada por los radicalismos de izquierda y derecha.
Como bien dice un avezado excónsul: “No cometamos el error de decir que México quiere ser el líder de América Latina porque eso, además de arrogante, ofende la dignidad regional”.
Peña Nieto podría convertirse en un continuador del modelo Lula. Sobre todo, cuando la mandataria brasileña Dilma Rousseff no ha podido llenar el lugar que dejó su antecesor, y cuando el gobierno mexicano promueve —desde el Pacto por México— una fórmula social de libre mercado, similar a la que empujó el líder obrero cuando llegó a la presidencia de su país.
Si México quiere ganarse la confianza de los gobiernos socialistas, de los aliados o simpatizantes de Chávez, tendrá que contar con la ayuda de Cuba. La isla puede ser una buena puerta de entrada, una ventana que facilite a México el acercamiento con aquéllos que hoy ven con recelo al país por haber olvidado durante varias décadas a América Latina y estar —en muchos sentidos— demasiado cerca de Estados Unidos.
Los funerales de Chávez pueden derivar en un polvorín. La base social dejada por el caudillo es innegable, su heredero, Nicolás Maduro —aunque sea el candidato y gane las elecciones— será un líder con los pies de papel, y México podría convertirse en árbitro de las fuerzas antagónicas para evitar que Venezuela entre en una guerra civil.