La elección de Jorge Mario Bergoglio, como sucesor de Joseph Ratzinger en el Vaticano, tiene un sinfín de lecturas y responde, sin duda, a los tiempos de un mundo inédito.

¿Por qué el primer latinoamericano en la historia del papado y por qué argentino? O, para decirlo en forma inversa, ¿por qué no otro europeo?

Tal vez porque una Europa en crisis no puede hacer en este momento ninguna aportación al futuro de una Iglesia empantanada en graves escándalos, urgida de regresar a los orígenes del cristianismo, para recuperar credibilidad, y necesitada, al mismo tiempo, de hacer reformas que la actualicen.

Latinoamérica representa en muchos sentidos un mundo nuevo, no sólo con una economía emergente sino con una sociedad que, a diferencia de la europea, rinde culto a la vida y sigue apegada a los más antiguos valores cristianos implantados por los conquistadores españoles en el siglo xvi.

El Colegio Cardenalicio —constituido por 117 electores— no se alejó, sin embargo, demasiado de Europa. Tomó una decisión intermedia. Digamos que eligió a un hombre cuyo cordón umbilical hace las veces de un puente cultural y de consanguinidad entre Italia —el viejo continente—, lugar en el que nacieron sus padres, y Argentina —el Nuevo Mundo—, donde nació Jorge Mario Bergoglio.

Haber escogido a un jesuita, carismático por su humildad, sentido del humor y forma sencilla de vivir, seguidor de Francisco de Asís, el creador de una versión evangélica de la pobreza, de la austeridad y la atención a los más necesitados, evidencia que la Iglesia católica necesita de un papa que represente, por sí mismo, los valores esenciales del cristianismo.

¿Por qué? Porque uno de los más graves problemas que hoy enfrenta el Vaticano —y la Iglesia en general— es la corrupción y el relajamiento moral de sus sacerdotes; origen de los abusos sexuales y de los escándalos que envuelven el Instituto para las Obras de Religión, mejor conocido como Banco del Vaticano, acusado de cometer lavado de dinero y todo tipo de fraudes.

Francisco, que no Francisco I —porque según el cardenal estadounidense Timothy Dolan, para que haya un primero tiene que haber un segundo, como sucedió con el papa Juan Pablo—, llega al Vaticano nueve días después de la muerte del presidente venezolano Hugo Chávez.

Es inevitable pensar que el fallecimiento del caudillo, cabeza de una fuerza populista regional —a la que pertenece, por cierto, Argentina—, influyó también en la inclinación de la balanza. Y también, ¿por qué no?, la proximidad de un posible cambio en Cuba.

Aunque defensor de la justicia social, el obispo Bergoglio se ha distinguido siempre por ser un conservador en lo doctrinal y también en lo político. Es y ha sido un abierto adversario de las medidas públicas implementadas por los últimos dos gobiernos de izquierda, encabezados por los esposos Kirchner, sobre todo en el terreno del aborto y el matrimonio entre homosexuales.

Así que desde la silla de San Pedro podría influir para modificar la composición política latinoamericana. Así como Juan Pablo II fue el artífice de la caída del bloque socialista europeo, este jesuita podría trabajar para darle sagrada sepultura al chavismo que hoy se extiende por varios países del hemisferio.

Se ha dicho que Bergoglio representa un parteaguas en la historia del papado, y sin duda lo es por tratarse de un pontífice que llega a caballo entre un mundo que no acaba de morir y otro que no termina de nacer.