Francisco, el nuevo pontífice
La humildad es una virtud tan práctica,
que los hombres se figuran que debe ser un vicio.
Gilbert Keith Chesterton
José Fonseca
Quien esto escribe se siente abrumado por suponer que su opinión sobre su Iglesia, la católica, y sobre la trascendencia de la elección del cardenal Jorge Mario Bergoglio, el jesuita arzobispo de Buenos Aires como el papa Francisco, pueda parecer simplona, ante las opiniones de tantos académicos talentosos que nos dicen cómo debiera ser la Iglesia católica y cómo debiera actuar el obispo de Roma.
Me impresionó lo dicho por don Enrique González Torres, jesuita, exrector de la Universidad, en sus declaraciones a Siempre!, especialmente cuando dice que hablar de la sencillez “no es una novedad del cristianismo, pero es regresar a sus valores fundamentales, es dar un paso adelante. Siempre que se elige a un nuevo pontífice, nosotros pensamos que es un paso adelante”.
Me impresionó porque en alguna parte leí que en su origen la palabra pontífice significa constructor de puentes, lo cual bien le vendría a mi Iglesia, ahora que está tan asediada, desde adentro y desde afuera.
Ahora que el obispo de Roma ha terminado con el ritual del principio de su pontificado, es cuando quizá debiéramos dimensionar la enormidad de los retos que enfrentará.
Mucho por corregir, dicen los especialistas en temas religiosos y del Vaticano.
Quizá, pero es posible que el papa Francisco piense que lo primero es acercarse a los fieles creyentes. Luego buscar el acercamiento con otros cristianos y con otras religiones, para así atender a tantos a quienes la brutal crisis económica que agobia a tantas naciones parece haberles despojado de toda esperanza.
Quizás entienda que su primera tarea es señalarnos el camino de la esperanza, parte esencial del cristianismo.
Los católicos de a pie, aquéllos que confiamos en que, como dijo en una de sus homilías, Dios no se cansa de perdonar, esperamos que los cambios en la Iglesia sean los necesarios.
Sólo queremos sentir cerca a nuestra Iglesia, al obispo de Roma, a todos los obispos, a los sacerdotes y a las religiosas y religiosas.
Esa cercanía bastará. No esperamos perfección, porque las personas somos imperfectas.
No exigimos como exigen los no creyentes, porque, en palabras de mi hijo Jaime, fallecido sacerdote, sabemos que la Palabra atraviesa todo.
En alguna charla con sus feligreses les dio el ejemplo de un gran foco en un mercado vecino a la parroquia, un foco que iluminaba un puesto oscuro: “El foco está manchado, sucio, pero alumbra el oscuro puesto, por la fuerza de su luz. Así es la Palabra divina”.
jfonseca@cafepolitico.com
