Gonzalo Valdés Medellín
Entre las voces del teatro mexicano surgidas a finales de los años noventa, la de Roberto Corella siempre destacó por su autenticidad y por una vena lírica que despojaba el realismo de sus arquetipos y lo instalaba en una especie de canto onírico que, muchas veces, rayaba el tono épico y en otras escarbaba en la materia histórica, en la memoria colectiva. De esto da cuenta, en cierta medida Rastrojos, pieza impactante y de inquietante raigambre socioantropológica.
Incluida en la zaga Frontera: Intolerancia y traición, que el dramaturgo sonorense compone en torno a la intolerancia y traición entre grupos indígenas, surge una historia arrancada de la nota roja. Refiere Corella: “Investigando, me encontré con una noticia que cimbró al estado de Sonora en la medianía del siglo XX: un grupo de indígenas analfabetas, monolingües (sólo hablaban lengua mayo), homosexuales, asesinaban y castraban a sus víctimas, se bebían su sangre, con los testículos hacían bolsitas que colgaban como adorno en las paredes de la casa donde se reunían, y al pene le introducían un trozo de mango de martillo para satisfacerse sexualmente. Estudié sus expedientes (fueron sentenciados a muerte, aunque no se cumplió la sentencia) y pude observar cómo para ellos la vida no tiene un valor real, sólo la dignidad. También comprobé que, ya en la cárcel, asesinaron a uno de ellos; que la sociedad se volcó en contra de ellos, denominados Los Huipas, por ser el apellido de dos de los inculpados. De allí salió Rastrojos, esto es, la basura incomible en que nos hemos convertido los humanos por nuestra incapacidad para entendernos y, menos aún, entender al diferente”.
Rastrojos no aborda la cuestión homosexual ni desde una perspectiva complaciente ni desde un vitral mórbido. El dramaturgo va más hacia el descubrimiento de las identidades en pugna que de las sexualidades en vilo. Es decir, no por tratarse de un asunto que engloba el aspecto homosexual se centra en él, sino que se atreve a vislumbrar aún ciertas razones ancestrales de un comportamiento que, a la visión occidentalizada de la sexualidad y la moral, parecerían macabras, son diabólicas o descuellan en la bestialidad propia de nuestros tiempos.
Pero la sangre corre con sádico encarnizamiento y eso no hay manera de esquivarlo o justificarlo, ni aun escénicamente.
Rastrojos invita a la reflexión de las pasiones mal encaminadas por la ignorancia; pero también pone el acento en reconocer que hay otras culturas y otros contextos en los que no se puede ejercer una valoración que no vaya directo a la comprobación de las esencias idiosincráticas.
Roberto Corella se descubre ante los espectadores de este drama (y/o lectores) como un demiurgo que sabe jugar a perfección con el tiempo y el espacio; que convoca personajes más allá de los estereotipos para hacerlos verificables en el trayecto escénico; que dialoga con gran virtuosismo idiomático; que traza con pericia las acciones extrapolando y encabalgando diferentes ámbitos, voces, otredades…
Rastrojos es como un cuento de horror que lanza luz sobre las raíces de una violencia que en el norte de México pervive (la que por desgracia aún se padece en nuestros tiempos, según el bemol de su canto fúnebre), y que no es en modo alguno muy distinta de los atroces crímenes que se atestiguan con pavor.
El pavor de la sangre derramada, de la impunidad, de la ignorancia, de la estulticia.
Es importante señalar que Rastrojos no es una obra “homosexual”, o que pueda definirse como “teatro gay”, pero tampoco podría ubicársele, en modo alguno, como una obra “anti gay”, ya que habrá quien, de una u otra forma, quiera etiquetarla. Es una obra de denuncia, sí; quizá denuncia retrospectiva, a destiempo, pues en nuestro teatro nunca se había escrito una historia de esta naturaleza del mal.
Porque es el mal el que permea Rastrojos, un mal ante el que nos quedamos petrificados, helados, porque la maldad humana no tiene límites y siempre, en su ejecución real supera a la ficción.
Entre el humor negro
—que nos retrotrae al Ibargüengoitia de Las muertas— y la celeridad del teatro documental de Vicente Leñero, esta obra de Corella es sin duda una muestra definitiva de un teatro mexicano que ha alcanzado su madurez discursiva, lejos de regionalismos o arquetipos mexicanistas.
Corella domina con argucia las pautas dramatúrgicas que lo conducen a trazar atmósferas agobiantes y, al mismo tiempo, dialoga con notable agilidad verbal. Sabe urdir la tensión no sin apuntalar una acidez de pronto recalcitrante.
En el panorama de la literatura dramática nacional no había surgido una presencia tan inquietante y de raigambres incisivamente sociales que nos reubican como partícipes históricos de tiempos ignotos, pero también, de realidades escalofriantes como la que el dramaturgo señala con aliento antropológico en Rastrojos.
Estoy seguro que Rastrojos provocará controversia, pero también tengo la certeza de que es una obra que nació destinada a ser parte esencial de la dramaturgia mexicana del Siglo XXI y que no habrá director o actor que no quede seducido por su fuerza teatral y su lenguaje persuasivo.
Heredero de Elena Garro, Óscar Liera y Jesús González Dávila, el nombre de Roberto Corella ingresa ya, con brillo propio, entre los dramaturgos mexicanos más representativos y transgresores de nuestra literatura dramática.
Roberto Corella, Rastrojos. Paso de Gato. Cuadernos de Dramaturgia Mexicana 44. México, 40 pp.