También se equivocó Joaquín Hernández Galicia cuando creyó ser dueño de Pemex. Y se equivocó Elba Esther Gordillo al creer que el gobierno y el Estado mexicanos estaban a su servicio.
Acostumbrada a chantajear y doblegar a gobernadores, a presidentes de la república —léase Vicente Fox y Felipe Calderón—, hábil para enamorar y comprar con el dinero del magisterio todo, sobre todo impunidad, creyó que también podía amedrentar a un joven político, para ella inexperto y demasiado frágil como Enrique Peña Nieto.
A Gordillo se le apareció el diablo, y con esta decisión, asumida por el presidente de la república, no solo se lleva a juicio a quien abusó de todo y de todos, sino que se inicia la recuperación de espacios de poder abandonados por el gobierno durante varias décadas.
Quien está hoy en la cárcel no solo se robó las cuotas de los maestros, no solo saqueó las arcas del sindicato para enriquecerse sino que —como lo hace el crimen organizado— asaltó y se adueñó de instancias constitucionalmente reservadas al Estado como es la educación.
Si Hernández Galicia —La Quina— no era dueño de Pemex, tampoco Gordillo es propietaria del sistema educativo nacional. Menos aun de la estabilidad del país. De tal forma que, cuando el gobierno descubrió que la maestra preparaba un paro magisterial para protestar contra la reforma educativa y mostrar su poderío, la orden de aprehenderla fue determinante.
La llamada “líder moral” del sindicato magisterial pretendía reventar la reforma educativa, hacer estallar el Pacto por México y romperle las piernas al gobierno de Peña Nieto, en Estados Unidos —a donde le gustaba vivir rodeada de lujos, con todo y asegurar ser una “guerrera”— estaría hoy confinada, por menos, en una prisión de alta seguridad.
Para muchos mexicanos, el encarcelamiento de Gordillo era un sueño imposible de realizar. Peña Nieto ha roto un paradigma que, sin duda, lo fortalece como gobernante, pero que lo obliga a ir por más. No por más “sangre”, sino por más Estado.
Es decir, si pudo con la “intocable”, la sociedad espera que también sea capaz de acotar el exorbitado poder que han acumulado otros sindicatos y monopolios económicos, que junto con el crimen organizado están dedicados a socavar el desarrollo nacional.
Este golpe magistral obliga a preguntar qué sigue. ¿Gordillo llegó al sindicato nacional de maestros para sustituir a Carlos Jonguitud, un líder acusado de autoritario y deshonesto, y que ella terminó llevando a la quinta potencia la corrupción sindical? Es la historia que se repite una y otra vez en los sindicatos más poderosos. ¿Qué garantiza, ahora, que el sucesor de Gordillo sea Juan Díaz de la Torre, u otro que no termine convirtiéndose en otro déspota?
Cuando el 6 de octubre de 1978 Gilberto Flores Alavez fue acusado de asesinar a sus abuelos con un machete, la prensa se preguntó por qué en el país se estaba produciendo ese tipo de seres humanos.
Hoy, habría que preguntarse si Gordillo no es el producto más acabado de un tipo de cultura que debe llegar a su fin. Ella, como político y ser humano, es la síntesis y prototipo de una república primitiva emergida de los más bajos fondos del subdesarrollo latinoamericano.
Peña Nieto, “ese muchachito”, como ella le llamaba con desprecio en la oscuridad de sus conciliábulos, acabó con su república de impunidad, chantaje y simulación. Su encarcelamiento puede no ser todo, pero es mucho para iniciar una página nueva en la historia de la educación — como escribió en su Twitter el titular de Educación Pública, Emilio Chuayffet— y también, sin duda, en la vida política del país.