Crónicas NYquinas

María Eugenia Merino

Nueva York, 28 de agosto de 2001. En mi primera excursión a Central Park entré a la altura de la calle West 72, a cuadra y media de donde estaba viviendo. Una suerte, pues, que el estudio estuviera tan bien ubicado: al oeste, el río Hudson, y al este el parque, un verdadero oasis en medio de imponentes edificios, y a espaldas del Edificio Dakota, famoso por las personalidades que han vivido ahí —Judy Garland, Boris Karloff, Leonard Bernstein, Lauren Bacall, John Lennon (Yoko Ono conserva su departamento y vive ahí), Jennifer López y Marc Anthony, Bono, Sting, Paul Simon, Roberta Flack, Alec Baldwin (de quien se dice que pagó alrededor de ocho millones de euros por el suyo) y, por supuesto, Carson McCullers—; las películas que se han filmado en él —La semilla del diablo, también conocida como El bebé de Rosemary, Vanilla Sky y Ojos bien abiertos (estas dos últimas con Tom Cruise) y, sobre todo, porque el 8 de diciembre de 1980 fue asesinado, frente a la puerta de entrada, John Lennon. Todo eso, más la leyenda negra que lo rodea.

Fue por casualidad que descubrí Strawberry Field, el jardincillo dedicado a la memoria de Lennon, con su mosaico Imagine en el piso, siempre lleno de los más variados objetos puestos ahí como un memento: veladoras, flores, fotografías, botellas de licor y hasta guitarras, que nadie se atrevería a robar (¿qué harán con todo eso?, ¿acaso Yoko Ono lo retira todas las noches?).

Confieso que nunca fui una gran fan de los Beatles, pero es curioso pasear por ahí y ver cómo la gente, a tantos años de su  muerte, sigue preocupándose por este tipo de recordatorios, aunque no debería de extrañarme, pues Graceland, la mansión de Elvis —de quien sí he sido admiradora desde siempre y para siempre—, recibe millones de visitantes al año, y cada 16 de agosto se recuerda su muerte con una vigilia que se ha convertido en un verdadero espectáculo.

Al principio, yo iba a Central Park a leer y a escribir, hasta que descubrí que desde ahí podía verse, imponente, el Edificio Dakota. Entonces empezaron mis conversaciones con Carson —siempre imaginarias, por supuesto—. Al principio, trataba de adivinar por cuál de aquellas ventanitas se asomaría ella a ver el parque, del mismo modo en que yo me sentaba en una banca, cerca del lago, para espiar el edificio. Después, cuando ya había visualizado dónde podía encontrarse, empezaba a hacerle preguntas: ¿cómo imaginaste a Singer, cuándo supiste que el personaje tenía que ser sordomudo, cuando decidiste su muerte?; ¿por qué Miss Amelia tenía tanto miedo de amar, y de ser amada?; ¿por qué el primo Lymon tuvo que ser, encima de feo, enano, jorobado y medio bizco, también tuberculoso?

Ya después era, francamente, mi amiga; a veces la imaginaba viniendo hacia mí, caminando con su bastón con mango de ébano, teniendo cuidado de no pisar las rosas que dejaron la víspera en el parquecillo de Lennon, sin saber quién era Lennon y sin comprender el significado de Imagine en el mosaico. Otras veces, creía verla sentada junto a mí, en la misma banca, bajo la sombra de un inmenso árbol para protegernos un poco del sol estival. Y entonces platicábamos, platicábamos mucho. Hablábamos de literatura, de amores y desamores —que ella conoció muchos—, de los autores que nos gustaban, de los libros que habíamos leído.

Así se nos pasaba el tiempo, y entonces, cuando el sol empezaba a declinar, Carson se devanecía, no sin antes guiñarme un ojo y decirme: “Después de que oscurece, este parque es peligroso”.

Wow, qué suerte”, pensé cuando vi que B. J. Thomas daría un concierto el martes 14 de agosto. Calculé que con llegar con un par de horas de anticipación sería suficiente. ¡Ilusa de mí! No imaginaba que esos conciertos gratuitos en Central Park atrajeran esa multitud de miles de personas que, a veces, están desde muy temprano en la mañana en espera de un buen lugar. Incluso, por ejemplo, para el programa de Shakespeare in the Park, recomiendan llegar desde que abre el parque, a las seis de la mañana, para formarse y conseguir boletos.

Pero estaba entusiasmada por ver a B. J. Thomas, famoso allá por mis años de adolescencia, cuando a las jovencitas nos hacía suspirar con sólo ver sus ojos —tan azules que uno se perdía en ellos como si fueran mar profundo, y otras veces parecían un estanque de miel—. Camino al Summerstage del Rumsey Playfield, a mitad del parque, ya iba tarareando Gotas de lluvia sobre mi cabeza —una de las canciones que hizo famosa B. J. Thomas—, feliz hasta que vi la multitud y la imposibilidad de ver el concierto desde algún lugar cercano: sólo vería árboles, o cuando mucho, desde lejos, la mancha multicolor de las personas que sí fueron temprano.

De pronto, una hora antes de que empezara el concierto, se desató un aguacero de ésos que empapan de sólo mirarlos; así es que regresé a mi estudio a conformarme con escuchar música en el walkman. Ahora ya no eran gotas, sino un chubasco sobre mi cabeza.