¿Quién le pidió a Manuel Camacho Solís que renunciara, en 1994, por haber contribuido a enrarecer el ambiente político antes del asesinato de Luis Donaldo Colosio? ¿Quién le exigió dejar el cargo por obstinarse en ser el candidato a la Presidencia de la República sin importarle poner en riesgo la sucesión?
El rostro descompuesto del ahora senador Camacho Solís en las pantallas de televisión y sus palabras desafiantes arrojadas con soberbia y violencia en contra de Rosario Robles sonaron huecas. Sólo aplaudidas por algunos senadores desinformados.
Su protagonismo sirvió, sin embargo, para entender que no hay mucha diferencia entre los actos vandálicos orquestados durante los últimos días en Guerrero, Oaxaca, Michoacán, la UNAM, la UAM Iztapalapa y el linchamiento verbal que pretendieron hacer el PAN y el PRD en el Senado de la República durante la comparecencia de la titular de la Secretaría de Desarrollo Social.
Linchamiento, que no democracia. El mismo fanatismo e intolerancia con que los maestros destruyeron e incendiaron las instalaciones del Congreso de Guerrero y las sedes de los partidos políticos en la entidad —por oponerse a la reforma educativa— estuvo presente en aquellos senadores que sólo aceptaban imponer su verdad y llevar a juicio a su opositora.
Sin duda, las máscaras han comenzado a caerse. La rebelión de los que rompen con machetes puertas y cristales, de los que toman la Torre de Rectoría y destruyen el patrimonio de la UNAM, de los que bloquean autopistas y se ocultan en una capucha o en un paliacate para ocultar su identidad, es la misma que en el Senado y en los partidos intenta abortar el Pacto por México.
Representan una especie de terrorismo político que busca sobrevivir impidiendo la construcción de acuerdos; que apuesta al fracaso del gobierno de Enrique Peña Nieto para —según ellos— tener la posibilidad de recuperar espacios o llegar al poder en 2018.
El argumento que utilizó la dirigencia del PAN para abandonar el Pacto por México es un mal argumento. Si existe un partido que no tiene autoridad para reclamar el uso electoral de los programas sociales ese partido se llama Acción Nacional.
Tampoco la tiene el PRD, aunque Camacho Solís hable como si fuera la Madre Teresa de Calcuta. ¿O tenemos que recordarle cómo operan y para qué son los programas asistencialistas en el Distrito Federal?
El anuncio de que el PAN se retiraba del Pacto por México, porque el presidente de la república había minimizado las evidencias de una presunta compra de votos en Veracruz, con recursos de la Cruzada contra el Hambre, se produjo, casualmente, dos días antes de que se iniciara la campaña por la gubernatura en Baja California.
Ésta no es la primera vez que Acción Nacional utiliza la presión para quedarse con una posición política que no puede ganar. El expresidente Felipe Calderón sentó al entonces presidente del PRI, Humberto Moreira, para negociar Michoacán: “La gubernatura —le dijo— a cambio de que nos olvidemos de la deuda que dejaste en Coahuila”.
Lo que no entiende la oposición es que el Pacto por México ya no le pertenece a los partidos políticos, ni al Congreso, tampoco al presidente de la república. El Pacto por México se ha convertido en poco tiempo en patrimonio de la nación, constituye un esfuerzo de civilidad política que ha echado raíces en la conciencia social.
Peña Nieto ha logrado modificar en cierto grado la jerarquía de los valores. En los años recientes, la cultura golpista del lopezobradorismo contaminó el lenguaje y los estilos de la política. Hoy se advierte que la sociedad ya no quiere más violencia, ni en la forma, ni en el fondo; ni de los narcotraficantes, ni de los políticos.
La lucha que está dando el rector de la UNAM, José Narro, se inscribe en la misma batalla que diferentes sectores despliegan para evitar que la mentalidad terrorista, que hoy domina a grupos, organizaciones e incluso a legisladores, triunfe sobre la legalidad y las instituciones.
Se trata, es evidente, de una especie de guerra donde Narro —le pese a quien le pese— se ha comportado como un gran mariscal de campo. El rector se ha convertido en la otra palanca de la estabilidad nacional, en un momento en que los cerebros del caos buscan incendiar la máxima casa de estudios para —junto con los maestros, algunos legisladores y partidos— cerrar la pinza.