Poder sustentado en la violencia estructural
Raúl Jiménez Vázquez
Inconcebiblemente, hace pocos días la Corte de Constitucionalidad de Guatemala anuló la condena de ochenta años de prisión impuesta por la jueza Yasmín Barrios al general Efraín Ríos Montt, exmandatario de facto de ese país, a quien se atribuyó la comisión del delito de genocidio, lo que implicará la reposición de la etapa final del procedimiento y la emisión de una nueva sentencia. Esta lamentable decisión ha causado un tremendo revuelo y lleva a preguntarse si se trata de una mera disputa jurídica o si en el fondo subyacen cuestiones de otra índole.
Usualmente se piensa que los genocidios y demás crímenes que agravian u ofenden a la humanidad en su conjunto son la simple consecuencia de los desvaríos éticos, mentales y existenciales de un puñado de seres adheridos a la necrofilia, el amor por la muerte, y profesantes del más puro desprecio por la vida. Ello no es así, pues las violaciones graves a la dignidad humana son con mucha frecuencia parte de un mecanismo de ejercicio del poder sustentado en la violencia estructural, cuyo fin último es la preservación de la hegemonía y los privilegios inherentes a un determinado sistema de dominación política.
El ejemplo más acabado de la validez de tal aseveración nos lo provee el uruguayo Eduardo Galeano, quien en su muy ameno libro Espejos señala que el Holocausto, el cruel sacrificio de más de diez millones de vidas humanas, fue posible gracias a que Hitler y sus esbirros contaron, entre otros apoyos, con las bendiciones del nuncio papal, los financiamientos para la construcción de campos de concentración suministrados por bancos europeos y el aporte de los sistemas de captura de datos para el control de quienes tenían la muerte como su destino fatal e inexorable. A cambio, los empresarios se beneficiaron con la gratuidad del trabajo de obreros esclavos que producían de todo, incluyendo el gas que habría de aniquilarlos.
La académica canadiense Naomi Klein refiere en obra La doctrina del shock que los crímenes de lesa humanidad perpetrados por militares que tomaron el poder en países del Cono Sur fueron parte de un proyecto a gran escala, en el que el terror era la herramienta fundamental para el direccionamiento de las estructuras económicas hacia el modelo del capitalismo salvaje y la generación de cuantiosísimos beneficios en favor de las corporaciones; circunstancia que llevó al embajador del gobierno del presidente Salvador Allende ante Estados Unidos, Orlando Letelier, a poner de manifiesto en un valiente artículo publicado en el diario The Nation que el gurú de la Escuela de Economía de la Universidad de Chicago, Milton Friedman, era también responsable de las atrocidades de la dictadura. Días después, el diplomático fue asesinado junto con su secretaria Ronnie Moffit.
Por otro lado, Eduardo Contreras, connotado jurista chileno, interpuso hace meses una denuncia penal en contra de quienes tramaron el golpe de Estado que defenestró al gobierno de la Unidad Popular, cuyo basamento es la información proveniente de archivos desclasificados en poder de agencias norteamericanas; dentro de este magistral pliego acusatorio se evidencia que la magna traición de Augusto Pinochet y sus cómplices fue promovida y financiada por el Departamento de Estado del vecino del norte, así como por empresas trasnacionales que más tarde se verían beneficiadas con las políticas privatizadoras y la venta masiva de entidades paraestatales.
El salto cualitativo de la esperanza a la locura que acaba de sufrir la etnia maya quiché de los ixiles se inscribe dentro de esta visión de amplio espectro. La anulación de la trascendental causa penal nada tiene que ver con argumentaciones jurídicas propiamente dichas, sino que es consecuencia directa e inmediata de las presiones ejercidas por un sólido bloque oligárquico conformado por terratenientes, industriales, financieros, dueños de medios de comunicación, militares de la vieja guardia y jueces adictos al ancien régime; todos ellos usufructuarios de las políticas genocidas y férreos guardianes del statu quo.
Los avatares del caso Ríos Montt son el reflejo fiel de lo que ha sucedido en nuestro país en torno a los crímenes de Estado que aún permanecen impunes. Los enérgicos señalamientos hechos por el relator de la ONU para las ejecuciones sumarias como resultado de la visita efectuada hace unas semanas han abierto la coyuntura política propicia para ponerle fin, de una vez por todas, a las complicidades sistémicas que han impedido que brille el preclaro e inderogable binomio de la verdad y la justicia.
