Camilo José Cela Conde

Madrid.-Si entendemos que hemos vuelto a los tiempos de hace dos siglos, cuando matar o morir era el dilema más importante que había que afrontar cada mañana, nos sentiremos en cierto modo satisfechos por la forma como se ha resuelto el atentado de la maratón de Boston: uno de los supuestos autores del crimen, el mayor de los hermanos chechenos, murió bajo el fuego de la policía; el otro, el más joven, ha sufrido heridas tremendas. Ojo por ojo, ya se sabe.

Pero si hay algo que nos deja perplejos en este asunto y otros similares, es el hecho de que personas en principio integradas en nuestras sociedades occidentales, que estudian carreras universitarias y gozan de un nivel de vida que ni por asomo tendrían en su país de origen, abracen la causa del terrorismo, entonces el episodio tiene todos los visos de ir a cerrarse en falso.

Djokhar Tsarnaev está preso, sí, pero de acuerdo con las declaraciones del alcalde de la ciudad que vivió bajo la ley marcial la persecución de los sospechosos sus lesiones en la garganta pueden impedir que vuelva jamás a hablar. Incluso suponiendo, que es mucho suponer, el que accediese a explicar los por qués de sus odios, no será capaz de hacerlo.

Habrá quienes piensen que mejor así, que no hay necesidad alguna de oír justificaciones absurdas de lo que no tiene ni pies ni cabeza. Pero meter la cabeza en el agujero no es un buen sistema para enfrentarse con las amenazas. Es mucho mejor saber por qué te quieren matar.

Cualquiera que haya viajado a los Estados Unidos o que tenga amigos allí se habrá dado cuenta de que a los ciudadanos del país más próspero que existe les cuesta entender las razones por las que en no pocos lugares del resto del mundo se les detesta. Puede que sea el mismo mecanismo que ha llevado a Angela Merkel a quejarse.

Dice la señora Merkel que Alemania no se merece el trato que recibe a través de los insultos que se dirigen hacia ella, y tiene razón. Pero el asunto a tomar en cuenta es el del origen de los rechazos. Se envidia y por tanto se odia al poderoso por la simple razón de que lo es pero también, en gran medida, por su actitud frente a los miserables. Cabría entender los desdenes cuando vienen de un país que cuenta su historia por años y no por siglos, en el que el centro de la capital de California tiene un barrio que se conserva desde los tiempos de su fundación y parece un decorado de una película de indios y vaqueros. Pero, ¿y Alemania? ¿Cómo puede ser que la patria de Kant, Beethoven, Humboldt y Goethe pueda ser caldo de cultivo para la arrogancia, si es que es ése el resultado de sus relaciones con los demás? La respuesta es sencilla: o bien no los entendemos, o no nos entienden.

Sería importante intentar hacerlo pero para lograr eso no es buena idea seguir con los modos del Far West. A mí me habría gustado que Djokhar Tsarnaev pudiera hablar, por más que nos doliesen las palabras que saliesen de su ahora silenciada garganta.