Desterrar la nefasta cultura de la muerte
Raúl Jiménez Vázquez
El relator especial de la ONU sobre ejecuciones extrajudiciales, sumarias o arbitrarias, Christof Heyns, concluyó su visita oficial a nuestro país con la emisión de un informe preliminar y 31 recomendaciones, cuya solventación corresponderá al gobierno federal bajo la supervisión de un equipo de trabajo comandado por el mismo funcionario internacional. El reporte final será presentado al Consejo de Derechos Humanos de Naciones Unidas en mayo del año entrante y en 2016 se realizará la evaluación del grado de cumplimiento de las medidas planteadas al gobierno de Peña Nieto.
Tal como lo habíamos anticipado en esta columna, los señalamientos primigenios producidos por Heyns son categóricos y no dejan lugar a dudas acerca de la seria preocupación que existe a nivel supranacional en relación con el tópico de las violaciones graves a los derechos humanos. De entrada, se asienta una verdad a todas luces impactante: la impunidad es de carácter sistémico y endémico, es decir, no es un fenómeno aislado u ocasional, sino que se trata de un patrón de conducta que se repite una y otra vez a lo largo del tiempo, cosa que evidencia una absoluta falta de voluntad política.
A fin de hacer frente a esta aplastante realidad, el relator urgió la instrumentación de una política institucional de rendición de cuentas centrada en la investigación de las ejecuciones perpetradas durante la guerra sucia, ampliamente descrita dentro de la recomendación 26/2001 de la Comisión Nacional de Derechos Humanos, y de los más de 100 mil homicidios cometidos en el marco de la guerra antinarco.
Además de un significado eminentemente ético y humanitario, dicha propuesta tiene un innegable asidero político magistralmente reflejado en las encomiables palabras del jurista sudafricano: “cualquier estrategia para el futuro debe mirar hacia atrás, ésta es la clave para romper en definitiva el ciclo de la violencia”. Tanto en el plano individual como en el ámbito de lo social, cerrar ciclos, reconocer la cruda verdad de lo ocurrido y asumir la responsabilidad de lo obrado no es tarea fácil; sin embargo, no existe un mañana sin un ayer y por ello ni un presente aceptable ni un futuro promisorio son concebibles cuando sobre las espaldas gravita un pasado purulento, lleno de heridas, un pasado que no ha sido examinado, confrontado, depurado y saneado en forma definitiva.
El egregio visitante también subrayó que la prevención de ataques a la integridad y la dignidad humana implica necesariamente el abandono del paradigma militar vigente: “aplicar un enfoque militar a la seguridad pública propicia que la población civil sea vulnerable a una amplia variedad de abusos para los cuales no existe rendición de cuentas suficiente en el sistema de la justicia castrense”.
Igualmente externó una observación crítica en torno al proyecto de creación de la gendarmería nacional, según la cual sus integrantes no deben tener formación miliciana ni mucho menos deben ceñirse a parámetros de desempeño propios de las Fuerzas Armadas; la actuación de este nuevo cuerpo policiaco tiene que encuadrarse en un trinomio formado por el respeto absoluto a los derechos humanos, la aplicación de reglas claras y precisas emanadas de una ley del uso de la fuerza pública, y el sometimiento irrestricto a una rendición de cuentas de carácter civil.
El núcleo duro del desastre en que se halla inmerso nuestro país en el campo de los derechos humanos fue desnudado por el relator a través del siguiente enunciado: “hay una mentalidad que refleja que la vida es desechable, lo que representa una verdadera tragedia”. Ciertamente, en muchas áreas del poder público, sobre todo en aquéllas que tienen a su cargo el ejercicio de funciones inherentes a la seguridad, procuración y administración de justicia, ha prevalecido la cultura del menosprecio y degradación de la vida humana.
Seguramente habrán de desprenderse muchos cambios a raíz de las puntualizaciones del personero de la ONU. Uno de ellos es el impostergable arraigamiento, desde la cima misma del aparato gubernamental, de la cultura del respeto, enaltecimiento, amor y reverencia por la vida. Sólo así podrá encararse y desterrarse la nefasta cultura de la muerte, la mórbida devoción por la necrofilia que inspiró la feroz represión desplegada en contra de opositores políticos en los años sesenta y setenta, las crueles matanzas de Acteal, Aguas Blancas, El Charco y El Bosque, y la horrenda hecatombe nacional desatada por el régimen anterior so pretexto de la lucha contra el crimen organizado.
