José Narro Robles, rector de la Universidad Nacional Autónoma de México, supo hacer funcionar todos los resortes de la política para que la Torre de Rectoría fuera liberada sin violencia y sin la intervención de la fuerza pública.

Obvio es que el riesgo no ha quedado del todo exorcizado, sin embargo, Narro y quienes integran el Consejo Universitario —directores de las facultades, profesores, investigadores, alumnos—, más los exrectores y las autoridades de universidades extranjeras que condenaron el ataque a la UNAM, evitaron que mercenarios al servicio de la violencia y la desestabilización se salieran con la suya.

Lo que vivió la máxima casa de estudios durante doce días no es ajeno a lo que está sucediendo en el país. Quien no lo entienda así —y hay varios— está haciendo una lectura incorrecta de los acontecimientos, por ignorancia o bien porque busca perversamente arrojar la responsabilidad sobre las autoridades universitarias para debilitarlas.

Los cerebros de la operación A, así identificada por los anarquistas encapuchados, pretendían convertir la UNAM en epicentro de la confrontación nacional. Por segunda ocasión en menos de un año —la primera se dio durante las campañas presidenciales con el Yo Soy 132—, los jóvenes volvieron a ser utilizados para crear un ambiente de inconformidad, división y choque en todo el país.

El desalojo de las instalaciones universitarias sólo fue posible gracias a la habilidad política y prudencia de Narro Robles. Prudencia que según el Diccionario de la Lengua Española significa templanza, cautela y moderación. Si el rector no hubiera contado con estas cualidades, en este momento la historia sería otra.

Durante la conferencia de prensa que dio Narro Robles —posterior a la salida de los secuestradores—, sin decirlo, hizo una radiografía del posicionamiento que ha venido asumiendo la violencia en el país. “Para los universitarios y para una sociedad civilizada que se precie de serlo, la violencia es precisamente la antítesis de los valores que se cultivan en esta casa de estudios.”

Aparentemente, se refirió estrictamente al ámbito universitario, sin embargo, hay señales preocupantes que indican la aparición cada vez más extendida de posiciones fanáticas y actitudes intolerantes donde el imperio de la arbitrariedad tiende a derrotar la legalidad.

El escritor judío Amos Oz escribió en una ocasión, a propósito de la guerra entre su país y los palestinos: “Todo intento de utilizar la fuerza como un medio para resolver problemas y aplastar ideas conducirá, inevitablemente, a más desastres”.

Y el desastre es exactamente lo que buscaban los encapuchados que tomaron por asalto la UNAM, y es precisamente lo que no les dio Narro Robles.

Pero el médico universitario dijo algo más, a propósito de lo que pretende convertirse dentro de los sectores delincuenciales en una ley intocable: la impunidad.

“Si lo que se ha pedido es diálogo, lo habrá. Pero entre universitarios, entre gente identificada…” El rasgo distintivo en quienes bloquean autopistas, asaltan y rompen inmuebles, secuestran congresos, medios de comunicación o universidades es el ocultamiento de la identidad para evitar ser identificados.

La exigencia de Narro Robles es, por lo tanto, lógica: quiero dialogar con verdaderos estudiantes y no con agitadores a sueldo, pagados quién sabe por quién.

Las condiciones de violencia y búsqueda de impunidad que existen en el país imponen la desmitificación de la capucha y el embozo. Algo debe hacerse desde los distintos ámbitos sociales y de gobierno para que la capucha, en lugar de ser un símbolo de reivindicación —como lo impuso la moda EZLN— se convierta en un signo de vergüenza y cobardía.

Los doce días que duró el secuestro de las instalaciones universitarias constituyeron, sin duda, un martirio para las autoridades. Sabían que caminaban sobre un campus minado en donde cada paso podía ser fatal para la UNAM y el país mismo.

Narro Robles sostuvo durante casi dos semanas el peso de la república. En gran sentido gobernó y resolvió.