Prensa furiosa por  “espionaje” contra Associated Press

Bernardo González Solano

Tal y como sucede en muchas partes del mundo, los gobiernos de Estados Unidos de América (EUA) también crean sus leyendas basados en los más crasos errores de esos personajes que se convierten en inquilinos —durante cuatro u ocho años—  de la famosa Casa Blanca en Washington, sobre todo cuando logran reelegirse para su segundo y último periodo presidencial. Por caso, el Irangate de Ronald Reagan o el rocambolesco escándalo Lewinski del marido de la famosa exsecretaria de Estado, Hillary Rodham Clinton, Bill Clinton, dieron pie al mito de la maldición del segundo periodo presidencial en la Unión Americana.

Apenas a cuatro meses de su reelección, a semejanza de un desesperado cirquero en apuros, el primer presidente mulato en la historia de EUA —el número 44—, Barack Hussein Obama lidia, en los días que corren,  con tres escándalos simultáneamente, sin poder controlar ninguno de ellos. La suma de los tres posibilita, como mínimo, desfigurar su segundo mandato, amén de que la agenda política pueda venirse abajo, lo que significaría que su gobierno apareciera como una recua de acémilas sin mayor preparación para el cargo.

Lo cierto es que al cónyuge de Michelle Obama se le auguraba un difícil segundo mandato, de hecho lo es, aunque no sólo por la polarización política de la Unión Americana o el terco (y a veces absurdo) bloqueo de los republicanos en la Cámara de Representantes, sino también por los escándalos que cimbran la administración de Obama en materia de política exterior (tan importante y a veces más que los asuntos  internos), como las secuelas del asesinato del embajador estadounidense en Libia, en 2012, durante el ataque terrorista al consulado del Tío Sam en Bengasi; la revelación de que el Internal Revenue Service (IRS), la agencia recaudadora de impuestos, haya acosado a organizaciones y activistas republicanos (afiliadas al Tea Party) antes de las elecciones del año pasado, lo que el Partido Republicano considera inaceptable; y el espionaje a la veterana agencia de noticias, Associated Press (Prensa Asociada, AP), que más que un escándalo, fue una operación que desdora la imagen de una administración que alardeaba de haber terminado con las tácticas secretistas del gobierno de George W. Bush.

Libertad de expresión y seguridad

Aunque en este caso la administración actuó con su correspondiente orden judicial, la ocasión podría aprovecharse para definir, con mayor claridad, los límites entre la libertad de expresión y la seguridad. Mientras tanto, los principales periódicos del país arremetieron contra Obama y el gobierno.

A nombre de la —sobada— seguridad nacional, Obama defendió la acción del Departamento de Justicia, que procedió a una vigilancia de varios periodistas de la AP. En los tres casos, la posición del presidente originario de Hawaii es más sensata y racional, en todo caso más defendible. Contrariamente a Richard Milhous Nixon durante el escándalo del hotel Watergate, o a Bil Clinton durante sus escarceos amorosos con la becaria Mónica Lewinsky, Obama no está personalmente manchado en ninguno de estos tres casos, contra lo que quieren hacer creer un ejército de blogs derechistas azuzados por el olor de la sangre. “Hay sangre en el agua”, escribió el periodista John Avlon en el periódico on line The Daily Beast —cuya directora y fundadora es Tina Brown, exdirectora de las revistas estadounidenses Vanity Fair y de The New Yorker; este reporte apareció en la Internet el 6 de octubre de 2008; el nombre fue tomado de una novela del inglés Anthony Evelyn St. John Waugh (mejor conocido como Evelyn Waugh), titulada Scoop, sátira del periodismo sensacionalista y de los corresponsales extranjeros— para describir la posición defensiva y debilitada en la que se encuentra arrinconada la administración de Barack Obama.

Un Obama débil

Más allá de lo delicado de estos escándalos —que legalmente podrían remontarse, incluyendo el asunto fiscal relacionado con el Tea Party—, lo que a muchos corresponsales y analistas ha llamado la atención es la apariencia de debilidad que muestra Obama. Por ejemplo, la corresponsal del periódico parisiense Le Figaro, en Washington, Laure Mandeville, escribió una excelente crónica titulada: El arranque de Barack Obama roto por los escándalos, que empieza así:

“Al ver a Obama dar una laboriosa conferencia de prensa en compañía de su visitante turco Erdogan, este jueves (16 de mayo) en el jardín de las Rosas, bajo un paraguas sostenido sobre su cabeza por un marino de inmovilidad impecable, se tenía la penosa impresión de una metáfora del estado de su presidencia. La de una Casa Blanca que hace agua. Cuatro años después de una elección histórica y seis meses más tarde de una reelección sin impugnaciones, ya no se advierte el empuje en Washington. Sólo un presidente fatigado con la cabellera encanecida por las preocupacione, que trata, bien que mal, de retomar la iniciativa después de una semana salpicada de escándalos”.

Pero lo que faltaba el jueves en el jardín de las Rosas —agregaba Mandeville— era la chispa. La fuerza de convicción. Esta comunión con un hombre que hizo creer a Estados Unidos de América que podría reformar Wall Street, clausurar Guantánamo, mejorar Washington, unificar la nación y reconciliar al mundo con un toque de varita mágica. En pocas palabras, caminar sobre el agua.

Si el presidente parece desemparado, continúa la corresponsal francesa, es porque ya sabe que en politica no hay periodo de gracia, ni lugar para la gran transformación estructural que había soñado. Los próximos tres años y medio se anuncian como un camino laborioso y cruel en el cieno de los ataques, la presión de los lobbyists y en enfrentamiento permanente en un Congreso dividido y paralizado, por un incierto resultado. Enfangarse en las batallas políticas no es verdaderamente la epecialidad de Obama… Sus repetidos intentos de apertura hacia los republicanos, fuera de cenas privadas destinadas a promover compromisos sobre el presupuesto o el control de las armas, han fracasado… De golpe, Obama da la impresión de ser un observador frustrado más que un presidente a cargo.

Países sin memoria

Los países suelen tener memoria muy corta, o casi no tenerla. Los ciudadanos estadounidenses olvidan que esta crucifixión cotidiana ha sido la suerte de todos sus predecesores. Bill Clinton fue humillado y arrastrado en el lodo antes de convertirse en el sabio que tantos aprecian como la gran inteligencia política que recorre el mundo pontificando sobre la democracia y muchas otras cuestiones, eso sí, muy bien remunerado. Burlado, puesto en el Índice por los liberales y desestabilizado por el escándalo de los contras, Ronald Reagan tuvo que morir para convertirse en una estatua de comandante titular. Algo similar sucedió con Harry S. Truman, en su presidencia sumida en los escándalos. Hasta ahora, el sucesor obligado de Franklin Delano Roosevelt, el presidente número 33 de EUA, es el único jefe de la Casa Blanca en ordenar el lanzamiento de dos bombas atómicas sobre sendas ciudades extranjeras, causando miles de muertos, aunque para ello se tomó como pretexto finalizar la Segunda Guerra Mundial. De fondo, Barack Obama vive un destino presidencial —a la estadounidense— normal, o casi normal. Hay que verlo como ha sido: sin duda, partió desde muy alto, y por ello da la impresión de una caída irremediable. Sus dudas para actuar en Siria, aunque esto demuestra una prudencia loable, incluso saludable, aumentan  la apariencia de un capitán desfalleciente.

En política, nada es definitivo. La postura y el comportamiento actual de Barack Obama, tampoco es definitivo. En el cambiante mundo del siglo XXI, un drama sucede al otro, y esto podría ser la oportunidad de Obama. Si logra que el Congreso apruebe la llevada y traída ley de inmigración, por ejemplo —con gran satisfacción de México y de los millones de familias mexicanas que han emigrado a la Unión Americana—, el planeta mediático se volcará en alabanzas, con la misma fuerza y entusiasmo con que ahora lo ataca. Si pudiera demostrar los grotescos excesos de los críticos republicanos, que lo acusan de querer transformar el Estado en el peligroso Big Brother, podría tranquilizar un país muy fatigado de la propaganda y de la paralisis. En pocas palabras, el vaso de la presidencia Obama siempre está medio vacío y medio lleno.

De los tres escándalos del momento, sin duda el del espionaje contra la veterana agencia de noticias Associated Press (AP) es el que más daño podría ocasionar al gobierno Obama. Aunque al principio de su primer gobierno parecía que Obama tendría permanentemente el apoyo de la prensa, muy pronto se vió que no sería así. En su persecución de las filtraciones, como ninguna otra administración lo había hecho antes, el Departamento de Justicia recopiló de forma secreta los registros de al menos 20 líneas telefónicas de periodistas de la AP durante los meses de abril y mayo de 2012, incluido el teléfono fijo que la agencia tiene en la sala de prensa de la Cámara de Representantes en el Capitolio, según informó la propia AP.

Garry Pruit, presidente de la agencia, en una airada carta de respuesta enviada al fiscal general de EUA, Eric Holder, calificó lo sucedido como “una intromisión masiva y sin precedentes” en el trabajo de los periodistas. “No hay justificación posible para una recolección tan amplia de las comunicaciones de AP y sus reporteros”. La incautación de los registros —de la que no se avisó— formaría parte de una investigación llevada a cabo por el Departamento de Justicia para descubrir la posible fuente dentro del gobierno de Obama que filtró actividades antiterroristas del Pentágono en Yemen. En este tema, las autoridades y la propia sociedad estadounidense siempre son muy quisquillosas.

El hecho es que la prensa está furiosa contra Obama. Se siente traicionada y, por lo mismo, desenterró el hacha de guerra. Sólo hay que leer el editorial de The New York Times del miércoles 15 de mayo, para comprenderlo. De ordinario más condescendiente frente a Obama, la redacción del famoso periódico se lanzó a fondo: “es claro el gran interés de la administración para investigar las filtraciones y perseguir a los autores para presentarlos a la justicia”. Por el momento, afirmando que no hay implicados en los registros telefónicos, la Casa Blanca justifica tales prácticas en nombre de la seguridad nacional. A fin de oponerse a las acusaciones en contra del Departmento de Justicia por la AP, la administración de Obama pidió al senador demócrata Charles Schumer retomar una de sus propuestas de ley destinadas a protegerse contra las demandas de los periodistas que se niegan a divulgar sus fuentes. Calificada como escudo, el texto de esta ley permitiría pedir a un juez federal anular la incautación de los registros telefónicos. Un asunto que va para largo.

En fin, si ninguno de estos tres asuntos crece, habrán servido por lo menos para hacer más tensa la relación entre demócratas y republicanos en el Congreso, donde la Casa Blanca necesita votos de la oposición para sacar adelante sus iniciativas más importantes, como la reforma migratoria.  Con las elecciones legislativas a la vuelta de la esquina (2014), si los demócratas pierden el Senado, los dos últimos años de Barack Obama serán un auténtico via crucis.