Carmen Galindo
Interrumpida por su muerte, pero concluida en este sentido, la obra del escritor Carlos Fuentes me parece cada día más una literatura creada a imagen y semejanza de la Comedia humana. Por esta razón, no me sorprendió ni tantito así, que casi al final del camino decidiera el autor rebautizarla, o mejor dicho unificarla, con el título general de La edad del tiempo e irla acomodando en secciones (algunas todavía por escribir y uno que otro sobrante). La idea de Balzac era estudiar la sociedad de su tiempo de un modo no artístico, sino con un instrumental científico, realizar una taxonomía, con sus hombres-osos o sus hombres-gatos o los desalmados hombres-lobos; la intención de Fuentes, no sé, quizás alcanzar, al menos en proyecto, la totalidad a la que aspiran igualmente sus novelas, en especial una tan significativa como Terra Nostra. Tanto Balzac como Fuentes pretendían, modestia aparte, hacerle la competencia al registro civil.
Creo que la idea de La edad del tiempo no es tardía, sino que acompañó a Fuentes desde que decidió su vocación. Siempre he pensado, tal vez erróneamente, que la primera novela de Fuentes es Las buenas conciencias y no la que aparece primera en su bibliografía, La región más transparente. Tengo esa sospecha sólo porque Las buenas conciencias es más una novela de juventud que la otra. Lo digo, porque es una novela más tradicional, pero sobre todo porque es una novela realista al modo balzaciano de radiografía social. Un alumno mío, que a su vez fue alumno de un amigo de Fuentes, me comentó que esa obra era autobiográfica y se refería a un pariente, creo que tío, del escritor. Sobra decir que las primeras novelas dependen mucho de la autobiografía. Total, ese aire balzaciano que advierto en la que imagino primera novela de Fuentes, se reitera en el intento de convertir su narrativa en la Comedia humana, no de Francia, sino de México. Y apenas escribo lo anterior, me doy cuenta de que el estar tomando notas de Fuentes es idéntico al llamado método experimental del otro grande de Francia, Emilio Zola. ¿No será La Edad del Tiempo, entonces, Les Rougon-Macquart, una zaga familiar y, de nuevo, la radiografía de una época?
Mucho se ha dicho que La región más transparente retrata, por primera vez, a la ciudad de México. Siempre que se dice esto, recuerdo que la primera novela mexicana, El Periquillo Sarniento hace lo mismo más de un siglo antes, y si nos remontamos un poco más, hay que citar las Cartas de relación de Hernán Cortés y su descripción, puro oro molido, de México-Tenochtitlan. Claro que estos antecedentes no le restan mérito a la obra de Fuentes y menos, como tanto se ha dicho, que el mexicano siga las huellas de John Dos Passos, el de Manhattan Transfer. De hecho, lo siento más cercano a un mural de Diego Rivera, es decir, al arte social, público y monumental. Ahí ya expone Fuentes su idea de los dos Méxicos, el opulento y el miserable. Y a su lado, su concepción histórica de que, como en la construcción de las pirámides, el nuevo México tiene, bajo la superficie, pero vivo, el anterior, el que Bonfil llamaría el México profundo. Y, además, ¿no está más presente que Dos Passos, la existencialista generación del Hiperion, y su pregunta no por el hombre que interesó a la filosofía anterior, sino por el hombre concreto, por el mexicano? ¿No merecerán evocarse, no como influencias, sino como nutrientes del escritor que nace, Emilio Uranga o Jorge Portilla? Y ahí está también, ya de cuerpo presente, de bulto, como blanco de su crítica política, el alemanismo, la época concreta que vivió Fuentes, la de su juventud. Acapulco, que fue de alguna manera la sede del sexenio de Miguel Alemán, entra de lleno en la literatura. Personas cercanas al escritor, ya intelectuales amigos, ya parientes ricos, aparecen aquí y allá en sus páginas.
Y luego del mural, la novela corta, Aura, el relato mítico por excelencia. Más que a Los papeles de Aspern de Henry James (que se asegura fuerte y quedito remeda Fuentes) recuerda, (por el miedo profundo sumergido en el subconsciente, por el escalofrío de quien se refleja en el espejo) a Edgar Allan Poe. Aura es una mise-en-scène del mito de Edipo, en el que la mujer joven, amada y deseada, se transforma en la anciana, la mujer prohibida, la madre. Creo que la larga vida de esta novela entre los lectores, (nada que ver con la astucia literaria de la segunda persona) está relacionada, como la obra de Poe, con el tabú del incesto, uno de los temores (y tentaciones, claro) más profundos del hombre.
No es inútil añadir aquí que este tema, plagiado según algunos críticos, acompaña la obra de Carlos Fuentes en el final de La muerte de Artemio Cruz, en Orquídeas a la luz de la luna, creo que se cuela en “Tlactocatzine del jardín de Flandes”, cuento de Los días enmascarados, y obviamente, aunque la finta es María Félix, en Zona Sagrada. Por cierto, al verse retratada tan cruelmente en la obra teatral de Orquídeas… la reacción de la diva fue calificar al escritor de “mujeruco”. Dolores del Río, la otra retratada, no se defendió.
No puedo olvidar que otro que escribe una zaga familiar en torno al tabú del incesto es García Márquez, quien muy quitado de la pena, afirma en voz alta que la obra perfecta de la literatura de todos los tiempos es ¿ya adivinó usted? Edipo rey, la tragedia de Eurípides.
La muerte de Artemio Cruz tiene tres narradores y tiempos que se alternan: la primera persona en el monólogo interior del protagonista (en presente), la segunda persona que tiene como destinatario a Artemio Cruz (en futuro) y la vida anterior durante la revolución en tercera persona (en pasado). Se puede considerar una novela del ciclo de la revolución, si admitimos que no es contemporánea de la época, como tantas otras, sino que se trata más bien de juzgarla por sus resultados, por su etapa de institucionalización. Se trata, pues, de nueva cuenta del alemanismo, del auge de la corrupción, de la entrega a Estados Unidos, es decir, cuando los revolucionarios se bajaron del caballo y se subieron al cadillac. Para muchos lectores, esta obra, que cierra el ciclo de la novela de la Revolución mexicana con un juicio sumario, es la obra más lograda de Fuentes.
Terra Nostra es, sin duda, su novela más ambiciosa, como quien dice su Ulises. Intenta, de nuevo, una visión totalizadora. Esta vez utiliza todos sus conocimientos sobre la España que conquista México y sobre el México prehispánico, en pocas palabras, el crisol del mexicano. Habitante del Tercer Mundo, víctima de la colonización, no se centra (no se conforma) sólo en su cultura natal. No le queda nada por saber. Aparecen los sucesivos reyes de España, pero también cruzan sus páginas el Quijote, la Celestina o Sor Juana. Al llegar al Nuevo Mundo, pasan lista de presente los mitos de las culturas prehispánicas. (Siempre he dicho que el resto de los escritores se refieren a las culturas indígenas o prehispánicas, así, en bloque; Fuentes, como Fernando Benítez o Carlos Montemayor, conocen cada cultura, la identifican. La portada de Cristóbal Nonato, que de algún modo alude al nacimiento del autor, tiene una imagen de Xipe-Tótec, nuestro señor el desollado, de la cultura totonaca, la que Fuentes considera como suya, porque es la de Veracruz. Aunque nació por azares diplomáticos de su padre, en Panamá, siempre aseguró que había sido engendrado en El Lencero, la hacienda de Santa Anna en Veracruz, donde sus padres pasaron la luna de miel. (Por cierto, Benítez es uno de los héroes de esta extravagante y vanguardista novela).
No quiero dejar de contar esta anécdota. En el Colegio Nacional, del que formaba parte, se anunció que Fuentes iba a leer un fragmento de su propia obra y ésta resultó ser Terra Nostra. El escritor llegó, lo recuerdo perfectamente, con un traje beige muy claro. Entró al salón, donde todo mundo se puso de pie y lo recibió con una ovación. Él ágilmente subió al estrado y comenzó a leer. Se notaba que había cuidado cada detalle de su arreglo personal y estaba atento a sus gestos o comportamiento. Pues bien, apenas comienza a leer, como dicen que le ocurría a Dickens, va fingiendo las voces de sus personajes, ya es el Quijote y de pie da mandobles con las manos, ya es Sor Juana y le muestra las manos a la Celestina con una voz atiplada de mujer y mostrando efectivamente las manos con las palmas hacia arriba a los asombrados asistentes. Era un niño en medio de un sueño, él era cada uno de sus personajes.
(Muchos amigos me han contado que Fuentes era un magnífico imitador, incluso en otros idiomas, pues se daba el lujo de fingirse un canadiense de habla inglesa con todo y acento. Era, además, un dibujante o caricaturista de primera, como se puede apreciar en el Museo del Estanquillo, que reúne las colecciones de Carlos Monsiváis. Una vez, cuenta él mismo, quisieron grabar un disco García Márquez, Cortázar y él, pero sus respectivas esposas se opusieron. De cualquier modo, si quiere usted oírlo cantar, aunque sea un poquito, escuche el disco de Voz Viva de México de la UNAM, donde al leer un fragmento de La región más transparente entona un trocito de canción).
La cabeza de la hidra fue, como dijo, un divertimento, luego del esfuerzo olímpico de Terra Nostra. Era sobre el petróleo y, si no recuerdo mal, estaba a medio camino entre los relatos de Ian Fleming sobre James Bond y el teatro del absurdo. Gringo viejo, como se sabe, cuenta la extraña historia real del escritor Ambrose Bierce, quien desaparece en México en un intento por encontrarse con Pancho Villa. Esta novela tuvo, además, la buena fortuna de convertirse en un film interpretado nada menos que por Jane Fonda y Gregory Peck. Estuvo algo así, el dato exacto se me escapa, como unas diez semanas entre los libros más vendidos en Estados Unidos. Gringo viejo es más una novela de la revolución, con todas las de la ley. Y es un relato excelente.
En Diana la cazadora solitaria, novela por la que lo acusaron de robarse la trama de un escritor desconocido, cuenta la aventura amorosa de Fuentes con la actriz Jean Seberg, la intérprete de Sin aliento, de Jean-Luc Godard y esposa del escritor Romain Gary. En este relato, el protagonista está casado en matrimonio abierto con una mujer llamada Julia Guzmán, nombre real de la madre de Rita Macedo, quien era su esposa cuando la aventura de Fuentes con Jean Seberg. Usted dirá que en qué me fijo, pero el protagonista, supuestamente Fuentes, le comenta a la actriz que es escritor e instala su máquina de escribir y cada mañana, con la disciplina alemana que caracterizó al propio Fuentes, redacta su dosis de cuartillas correspondientes. (Tres diarias listas para publicarse, lo que equivale a un millar al año). La actriz de la ficción, que quiere presumirlo con sus compañeros de la “locación”, que se realiza, como en la vida real, en Durango, sólo logra arrastrarlo a los “exteriores” cuando se va a terminar prácticamente la película. Seberg, como es sabido, simpatizaba con los Panteras Negras, una de las alas radicales del movimiento de los derechos civiles, y hasta fue espiada por el FBI. En la novela, Diana, la actriz amante del escritor, mantiene una relación sentimental, además, con uno de los líderes de los Panteras negras, lo que no obsta para que cada noche llame a su marido por teléfono.
En Cambio de piel, que escribió antes, continúa la indagación del mexicano, esta vez en otra ciudad emblemática, Cholula. En esa novela aparecen, por exigencias de la trama, párrafos en alemán. En Los años de Laura Díaz, una impactante novela en que se transparenta el dolor del escritor por la inminente muerte de su hijo Carlos, se cuenta la historia de una abuela alemana que me sospecho es real y es la misma que reaparece en varios relatos de Fuentes, como el ya mencionado “Tlactocatzine del jardín de Flandes”. (Alguien me contó que Fuentes, estudiante de educación media entonces, se saltó la barda de una casa abandonada de Puente de Alvarado para tomar apuntes del natural en un cuaderno, imitando a Zola, notas que seguramente utilizó, en medio del juego con los tiempos y las estaciones, en este relato de fantasmas).
Constanza y otras novelas para vírgenes vale mucho la pena y me apasionan esos relatos de la conjura de Martín Cortés que, al pie de la letra de la historia y dándole vuelo a la imaginación, cuenta en El naranjo o Los círculos del tiempo.
No se puede escribir sobre Fuentes y no mencionar, aunque sea de paso, su “Chac Mool” o “Las dos Elenas” que convirtió en película José Luis Ibáñez o “Un alma pura” que estelarizó Arabella Arbenz. La silla del águila es sorprendente, porque, al modo de Las cuitas del joven Werther, es ¡una novela epistolar¡ Esa novela, que trata el tema del poder presidencial, fue la que el todavía candidato Peña Nieto atribuyó a Krauze, el historiador, entre paréntesis, a quien Fuentes ha calificado de “cucaracha”.
Como estas notas ya se alargaron demasiado, sólo me referiré a El espejo enterrado, una especie de Terra Nostra del ensayo, pero sólo voy a hacer referencia a una escena, creo que la primera del video de la BBC que se hizo basado en el libro. Ahí aparece Fuentes en persona y golpea con una cuchara un vaso y comenta, ese sonido era el que escuchaba cuando era niño y me traía mi abuelo al café de la Parroquia (en el Puerto de Veracruz) y llamaba al mesero golpeando con la cuchara el vaso de cristal del café.
Ni poco auténtico, ni ajeno a lo mexicano y mucho menos culpable de plagios literarios (cree el león que todos son de su condición). Con mucha y novedosa artillería literaria, Fuentes fue construyendo eso, su zaga familiar entrelazada con la vida del país, ya, como quien dice, su Comedia Humana, como Balzac, ya los Rougon-Macquart como Zola.