El retorno a la Edad Media

Teodoro Barajas Rodríguez

Vaya que en la era de la posmodernidad suceden cosas que resultan incomprensibles, el crimen se incrementó en los últimos años, la guerra contra el narco fue una cruzada fallida.

Actualmente algunas autoridades no invocan el Estado y su fuerza para combatir el crimen o las fatalidades que emergen porque apelan a Dios, entregan sus ciudades no a las fuerzas encargadas de proteger a los ciudadanos como lo mandata la legislación, sino que dan un salto al pasado para entregar sus ciudades a “nuestro señor Jesucristo”. Con sus discursos convertidos en sentidas homilías, algunos políticos mandan de vacaciones el Estado laico para investirse a la vieja usanza teocrática, el retorno a la Edad Media. Mala señal.

En aquella época medieval destacaba la corriente filosófica denominada patrística, para la que el centro del universo fue Dios. Siglos más adelante, ya en el periodo conocido como el Renacimiento el centro fue el ser humano. En Monterrey, la alcaldesa Margarita Alicia Arellanes Cervantes hizo la entrega simbólica de la ciudad que gobierna a “nuestro señor Jesucristo”, incluso dijo que abría las puertas de ese municipio a Dios ante una multitud febril que aplaudía el discurso de una autoridad, en teoría y por ley laica. Incongruencias evidentes, remarcadas.

Evidentemente, el derecho de creer o no creer resulta indiscutible, se ejerce porque se trata del fuero interno e íntimo de cada cual para elegir la creencia que le llene espiritualmente. Sólo que se olvida que vivimos en un estado laico como lo establece nuestra Carta Magna, como tal existe una separación entre las Iglesias y el gobierno. La laicidad no es un elemento de la posmodernidad, en el caso mexicano funciona desde la Reforma de 1857 gracias a Benito Juárez y la generación liberal que le acompañó en aquellos trances de sendos desencuentros ante una autoritaria Iglesia católica.

La alcaldesa de Monterrey puede creer en lo que le venga en gana, es su decisión, sólo que no debe mezclar el asunto gubernamental con la religión. El Estado a través de su propia organización está facultado para perseguir delitos, propiciar las condiciones para arraigar paz con la certidumbre, no debe tener preferencias por creencia alguna. Las autoridades legalmente constituidas gobiernan para todos, no sólo para alguna franja de ciudadanos.

Si se trata de encomendarnos al Todopoderoso, así dogmáticamente, entonces el Estado ya no tendría razón de ser.

Cualquier gobernante puede hacer oración o participar de un servicio o ritual religioso desde la perspectiva de su vida privada pero no como autoridad civil.

La entrega de las ciudades a Dios ya se ha hecho pública en Monterrey, Ensenada, Guadalupe y —paradójicamente— Benito Juárez, Nuevo León.

Insisto, no se trata de argumentos jacobinos o callistas, los alcaldes proclives a exaltar su fe personal en público deben entender que vivimos un Estado laico.