Se ha desatado entre los políticos mexicanos el síndrome de la levitación. Una serie de funcionarios públicos, empezando por la alcaldesa de Monterrey, Margarita Arellanes, decidió entregar a Jesucristo las llaves de la ciudad que gobierna.
La oración que lanzó durante una ceremonia religiosa, asida a las campanas celestiales, fue ampliamente difundida por los medios de comunicación y abrió nuevamente la polémica sobre la vigencia del Estado laico.
La sociedad se pregunta: ¿quién tiene razón?, ¿la alcaldesa Arellanes que pidió respeto y tolerancia para sus ideas y creencias religiosas, o quienes piden que sea sancionada por violar la separación Iglesia-Estado?
Para empezar, el artículo 40 de la Constitución dice con toda claridad que México es una república laica y que el Estado, por consecuencia, no tendrá ningún tipo de preferencia religiosa.
La presidenta municipal es una funcionaria pública cuya conducta tiene que sujetarse a la Constitución y a la Ley de Asociaciones Religiosas y Culto Público. Esta última en su artículo 25 dice: “Las autoridades federales, estatales y municipales no podrán asistir con carácter oficial a ningún acto religioso de culto público…”
Margarita Arellanes se defiende diciendo que ella acudió al evento Monterrey Ora, organizado por la Alianza de Pastores, en sábado; es decir, en un día no hábil, y sus declaraciones fueron a título personal.
Un gobernador, secretario de Estado o edil lo es las 24 horas del día. No puede argumentar que va a cometer abusos de poder, robar o asesinar en sábado o domingo para evadir la Ley Federal de Responsabilidades Administrativas de Funcionarios Públicos.
Por otro lado, si se trata de hacer oraciones personales, lo último que debió hacer la alcaldesa es entregar las llaves de la ciudad a Jesucristo, porque ésa es, precisamente, una de las facultades que tiene un presidente municipal.
Pero lo más relevante: ¿qué importancia tiene —en un momento en el que impera el libertinaje y la impunidad— respetar el Estado laico? Un concepto y un tipo de régimen cuyo sustento es la separación de lo público de lo religioso.
Porque es la mejor forma de garantizar la igualdad en todos los órdenes de la vida, el respeto, la tolerancia hacia todo tipo de creencias, religiones, filosofías o incluso a quienes han tomado la decisión de no creer.
Y esto es lo que no entienden o no quieren entender muchos. Dentro de una república laica, como es la nuestra, el Estado mexicano tiene la obligación de garantizar que todas las religiones sean respetadas, que ninguna tenga más privilegios que otras y que nadie sea agredido por creer o por no creer.
Si en lugar de vivir dentro de un Estado laico estuviéramos sujetos a un Estado confesional, todo, absolutamente todo, estaría regido por un solo dogma. La ciencia, la literatura, el arte, el periodismo tendrían que ser entendidos a partir de lo que permite y no permite una religión.
Viene a la mente el caso del escritor Salman Rushdie, condenado a muerte por haber escrito Los versos satánicos, y cómo el gobierno iraní los consideró una ofensa al Islam. Bueno, eso es el tipo de cosas que suceden dentro de los regímenes fundamentalistas.
Cuando se defiende la laicidad no se condena a x o y religión. Lo que constitucionalmente se exige es que sea el derecho civil y no el derecho canónico el que marque la conducta de los políticos.
Un Estado confesional —por su naturaleza dogmática y monoteísta— no puede garantizar la libertad de pensamiento, el respeto y la tolerancia hacia la diversidad cultural o ideológica.
Si Margarita Arellanes fuera funcionaria en un país donde la política se encuentra totalmente sujeta a los preceptos religiosos —donde no existe el Estado laico—, hoy estaría sentada ante el Juez Muerte: un abogado iraní que condenó a un pastor protestante a seis años de prisión, acusado de hacer propaganda religiosa y de atentar contra la seguridad nacional.